La guerra civil rusa (Historia contrarrevolucionaria II)


Rodrigo Vidaurre_ Casi literal

Cuando silenciar al perdedor no es suficiente, la revolución recurre a difamarlo. Tal y como la Revolución sandinista se encargó de pintar una Contra exclusivamente mercenaria, la Revolución rusa nos vende a un Ejército Blanco de matones oportunistas y caudillos antisemitas. A su vez, los gobiernos occidentales, aunque en teoría muy opuestos al comunismo, no lo pensaron dos veces antes de comprar estas sesgadas versiones.

Tanto en los casos de Nicaragua y Rusia como en el de Francia existe un factor que desmiente la narrativa oficialista. La inserción voluntaria de masas campesinas —mismas que la revolución dice abanderar— en el movimiento contrarrevolucionario es la piedra en el zapato de la propaganda revolucionaria. ¿Por qué estos cuadros trabajadores, supuestamente oprimidos, insisten en tomar armas contra quienes dicen ser sus salvadores?

El gran pensador Roger Scruton ofrece una respuesta. Scruton decía que todos somos conservadores dado que todos tenemos el instinto de conservar aquello que amamos. A diferencia de las reformas (como la que implementó el zar Alejandro II en 1861), las revoluciones no solo traen cambios sino también destrucción; y en su afán de destruir lo malo, también terminan destruyendo lo bueno. En el caso ruso, la desarticulación de los grandes latifundios feudales llegó acompañada de la expropiación forzada a pequeños y medianos productores, y una aniquilación total del estilo de vida al que estaban apegados. Asimismo, la situación revolucionaria y la subsecuente guerra civil hundieron a las grandes mayorías en el caos, la miseria y la inseguridad.

No es de extrañarse entonces que el bando que defendía la fe cristiana y prometía un regreso a la ley y el orden gozara de cierta popularidad; aún más si se considera que ese mismo bando, más que un simple regreso al status quo ante bellum, ofrecía responder la pregunta agraria formulada por la revolución mediante un sistema de redistribución de la tierra. La propuesta de que los campesinos fueran dueños de su propia tierra y se gobernaran localmente bajo el sistema de zemstvos resultaba para muchos más atractiva que la estrategia soviética de centralización y nacionalización de toda la economía.

El régimen soviético se valió de los excesos del Ejército Blanco —en particular los infames pogroms o matanzas de judíos— para crear una falsa equivalencia entre el terror blanco y el terror rojo con el que ellos mismos flagelaban a su población. Digo falsa porque, si bien se cometieron atrocidades en el bando contrarrevolucionario, estas fueron espontáneas y en muchos casos castigadas duramente por los mismos comandantes contrarrevolucionarios. Por otro lado, el terror rojo fue una política sistemática de terrorismo de Estado que nada tuvo que envidiarle al terror de Robespierre.

El propio líder del ejército Blanco, Pyotr Wrangel, escribió en su autobiografía que quienes los calificaban de reaccionarios eran o ciegos o deshonestos. Pero al ser Wrangel derrotado y su ejército evacuado hacia el exilio, el ejército Rojo vencedor se vio en libertad de crear su propio mito fundacional; uno en donde las purgas étnicas y políticas, la violación de santuarios religiosos y el robo a las clases productoras fueron medidas necesarias para salvar a Rusia de un supuesto fascismo que aún hoy alimenta la imaginación socialista.

[Foto de portada: Benjamin Balazs]

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