El arte del baile flamenco nació en la cuna del alma de mujeres y hombres, sin duda cubierto de cierto halo de misterio. En un inicio el baile brincó, se gestó el movimiento y se convirtió en éxtasis cuando los huesos, las articulaciones y los músculos permitieron la ejecución espontánea —sin infierno y tampoco paraíso— en la recta final que recoge polvo de las tablas y resucita a los que no han desaparecido. Nace una y otra vez una música que no deja de parir sonidos. Quienes bailan desde la concentración desinteresada lo hacen desde adentro con un fuego que devora o trasmuta, según se la intención del corazón.
Una de las figuras más emblemáticas del flamenco ha sido Carmen Amaya, con aura y velocidad envolvente, cuya fuerza indudablemente la convirtió en referente mundial. No por nada le entregó a la cultura gitana una fuente de piedra en el paseo marítimo de Barcelona. Amaya abrió el camino y dignificó la fuente primera: el movimiento que salva, resucita y desmorona fronteras.
La dignificación del arte flamenco ha pasado por el camino sinuoso de quienes lo han querido relegar históricamente al universo cerrado de sus posibles orígenes: la calle, la miseria, la desdicha y la poca legitimación. Y es precisamente a través del peregrinaje de bailaores como Pedro Pérez Medrano que está creciendo una chispa de fuego.
Pedro Pérez Medrano estuvo a mediados de noviembre del año pasado en Costa Rica durante su gira por Latinoamérica, presentándose en varios escenarios importantes dentro de suelo costarricense: desde el Tablao Flamenco en Casa España con la bailaora Rebeca Shamah, hasta en el Teatro Nacional de Costa Rica acompañado por la escuela de Paulina Peralta.
Vino a Latinoamérica con los brazos abiertos para dar y recibir todo el caudal flamenco que también anida, como diría Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. El flamenco a mediados de la década de 1940 del siglo XX, en plenos días de posguerra, arropó a una nación deshecha por la sangre del conflicto; sangre que sigue corriendo y que merece ser iluminada como un arte de sanación que debe seguir difundiéndose.
¿Qué hace el arte flamenco para penetrar en el ser humano en la búsqueda de sentido?
Pedro Pérez Medrano logró —desde mi percepción, a través de su gira por Latinoamérica— romper barreras. Pedro se acercó y se nutrió de una espiritualidad, un talento y una comunidad respetuosa del arte. Se colocó en un lugar de privilegio al compenetrarse en el arte flamenco fuera de España (no es el primero en hacerlo, lo sé) y moviéndose fuera de su perímetro de acción. Se separó de los tablaos conocidos e inició el peregrinaje para entender el lenguaje del «otro lado». Eso no es fácil de lograr porque esa simpatía y ese respeto debe ganarse a pulso.
Tuve la oportunidad de ver bailar a Pedro Pérez Medrano y sin ser gran conocedora percibí un talento avasallante en el bailaor a la hora de su ejecución. Me hizo recordar dos tipos de concentración: la desinteresada (objetiva) y la interesada (subjetiva). La primera se debe a la voluntad libre de pasiones, obsesiones y apegos esclavizantes, mientras que la segunda resulta de una pasión obsesiva y de apegos dominantes.
A propósito de lo anterior, en el libro Los arcanos mayores del Tarot se habla de un monje recogido en oración y un toro furioso. Están ambos concentrados, pero el uno lo está en la paz del recogimiento, mientras que el otro en el arrebato de la cólera. Según el texto, las pasiones violentas también provocan un alto grado de concentración. Así los codiciosos, maniacos y engreídos generan un alto grado de obsesión, no de concentración.
Pérez Medrano bailó desde una libertad sin poses. Lo envolvió una luz angelical y de profunda paz. Con voluntad desinteresada y ecuánime percibí que su estado de voluntad fue factor determinante para su concentración. Se concentró sin esfuerzo en un estado de conciencia en el que su voluntad había descendido (de hecho, se había elevado) del cerebro al sistema rítmico, y donde las «vacilaciones de la sustancia mental» previamente acalladas y apaciguadas, no entorpecían su concentración. Ya no bailaba el bailaor, sino una fuerza superior.
Esto es lo que algunos expertos denominan «la concentración sin esfuerzo», donde ya no queda nada por suprimir y el recogimiento se vuelve tan natural como la respiración o los latidos del corazón. En el caso de Pérez Medrano, su estado de conciencia concatenó ese misterio desbordante, alucinante y milagroso de flamenco porque se convirtió en voluntad, intelecto, imaginación, calma, sentimiento, y alma en calma, ahí donde se difumina el silencio profundo de los deseos y las preocupaciones; y, como siempre, en el acto efímero pero heroico de la puesta en escena que logra alquimia, el milagro del bailaor que hizo lo más difícil: contener fuerza, técnica, templanza y repentinamente separarse de otros bailaores y bailaoras, porque se elevó por encima del ego, del aplauso y del camino andado.
Pérez Medrano logró unirse al mundo espiritual aceptando el yugo del artista, pero de manera suave y ligera. ¡Bravo, Pedro! Celebro tu ángel como bailaor, pero también como maestro, pues en esta gira también te has encargado de alimentar y alimentarte del arte flamenco que circula en Latinoamérica y has comprendido que es arte vivo y en movimiento, porque con la misma entrega que ejecutaste tu papel en escena te transformaste en un aprendiz durante tus talleres como maestro; y eso también repercutió y trascendió en la búsqueda de sentido para los demás.
Busquen a Pedro Pérez Medrano en redes sociales y sígnale la pista. Matricúlense en sus talleres y compren boletos para admirar su talento indiscutible fuera y dentro del perímetro latinoamericano.
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