Los humanos somos los únicos con la capacidad de crear la realidad a nuestro antojo. O más bien, de acuerdo con la carga simbólica que le otorgamos a las cosas tangibles o abstractas. Fue así como en el tratado sobre brujería titulado Malleus Maleficarum (1487), escrito por los monjes dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, los lunares rojos se convirtieron en la prueba de que una persona había hecho pacto con el diablo. Tras su primera publicación se difundió por Europa y tuvo gran impacto dentro de los juicios a brujas durante aproximadamente dos siglos, convirtiendo los lunares rojos en algo más que una cualidad puramente dermatológica.
Del mismo modo, en Moby Dick (1851), de Herman Melville, para el capitán Ahab la ballena blanca es algo más que un cetáceo: simboliza la representación del mal. Y aún hoy para muchas personas dos palitos cruzados significan algo más que de dos trozos de madera: representan una cruz y remiten a la pasión de Cristo y a toda su figura teológica.
El ser humano crea símbolos para representar su percepción de la realidad y el lenguaje es el sistema simbólico por excelencia. Un símbolo es un signo que representa una idea, una emoción, un deseo, una forma socia; y es un signo acordado por convención dentro de una sociedad. Los mitos, la filosofía, la ciencia, la religión y el arte son sistemas simbólicos que nos ayudan a delinear nuestra realidad. Por esta capacidad del ser humano para crear símbolos que no remiten por completo al mundo real, sino a realidades mentales, Ernest Cassirer definió al ser humano como un “animal simbólico”.
Ferdinand de Saussure, padre de la lingüística moderna, separa el signo lingüístico —o sea la palabra— en dos elementos: significado y significante; en la expresión y su significado, otorgándole un aspecto simbólico al lenguaje. Los significados del lenguaje son abstracciones y no objetos materiales.
En La corrupción de la realidad: una teoría unificada de la religión, hipnosis y psicopatología (1995), de John F. Shumaker, se examina la capacidad humana para reinventar la realidad al atribuirle diferentes significados, llegando a la conclusión de que la única diferencia en la creación de símbolos entre una persona religiosa y una con enfermedad mental es que la religión crea elementos fantásticos socialmente aceptados, mientras que las enfermedades mentales los crean de manera individual y aislada.
La asignación arbitraria e imprudente de significados a uno o diversos símbolos no puede ser menos que peligrosa. Es así como la mente humana crea un gato de la suerte japonés, un maneki-neko (o gato que invita a entrar) que levanta su pata derecha para atraer riqueza, o su pata izquierda para atraer personas y felicidad; o, como en varios países africanos, se crea la superstición de que las personas albinas tienen propiedades mágicas para atraer la fortuna o también para desatar oleadas de asesinatos y mutilaciones de personas.
La interpretación simbólica que se le da a las cosas puede llenar de sentido a la realidad, pero hay una diferencia entre enriquecerla o convertirla en la hecatombe de nuestra propia existencia.
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