Fringe Festival: estampas desde la periferia


Angélica Quiñonez_ Casi literalAntes de este año yo no sabía que existía una ciudad llamada Rochester, en Nueva York. La llaman «Ciudad de las flores» o «Ciudad de las harinas», pero en realidad es más famosa por ser uno de los puntos clave del movimiento abolicionista en Estados Unidos. El Ferrocarril subterráneo culminaba su precaria ruta en el valle del río Genesee, entre cascadas y bosques húmedos. Con los años, la ciudad se ha convertido en un foco de intercambio cultural, principalmente para minorías étnicas y de género. De ahí surge el Fringe Festival, un evento instaurado en 2012 para darle protagonismo a artistas que no suelen acceder a las instituciones artísticas tradicionales. Abundan los migrantes, las personas LGBTQIA, las personas discapacitadas y algunos individuos que quizá encontraron el arte en un momento poco convencional o creíble para los críticos, como la adolescencia o la tercera edad. La intención es acercar al artista de la periferia y emanciparlo de la irrelevancia.

No conozco a nadie aquí y por eso decidí anotarme como voluntaria en el festival. Envié un correo electrónico, me citaron en un jardín de eventos y me entregaron una camiseta y un scanner de boletos. A cambio de mi tiempo me obsequiaron entradas a algunas funciones. A pesar de la abundante publicidad, la mayoría de los eventos estuvieron medio vacíos. Mi primera experiencia fue un domo inflable lleno de luces de neón: una suerte de castillo saltarín donde los adultos reposan sobre las paredes mullidas mientras se bañan en luces neón y escuchan música new age. Mi segunda experiencia fue quizá la más grata: una serie de cuatro obras cómicas donde sólo son bienvenidos dos espectadores a la vez, mismos que tomarán el rol de extras dentro de un automóvil. Hay cuatro vehículos y cada uno cuenta una historia más disparatada que la anterior. Salí feliz y quizá con las expectativas más elevadas de lo que debería.

Abundaron los conversatorios y las lecturas de spoken-word (que básicamente es rap para personas blancas). Las atracciones más grandes estaban en un circo-cabaret con bar: una extravaganza con acróbatas, bailarines, titiriteros, cantantes, patinadores y contorsionistas. En tres funciones vespertinas semivacías ví a un comediante franco-inglés crear un juego de concursos para hallar al peor niño de la audiencia. En un teatro casi desierto vi un monólogo sobrepensado acerca del atentado de Andy Warhol y comienzo a entender por qué tanta gente lo percibe como sobrevalorado. Y en una de las funciones más concurridas vi el que debe ser el peor espectáculo de comedia improvisada que he visto en mi vida: una tropa con más de una década de trayectoria repite los chistes que ya he visto en todas las sitcoms ochenteras y en las secciones jocosas de la revista Selecciones. Sostengo mi teoría de que no existe la improv mediocre: si no estás pasándola de lo mejor, estás tocando un nuevo fondo en la pena ajena.

En cierto modo, me acerqué a ese festival porque me siento en la periferia de mi vida como la conocí. Estoy a miles de kilómetros de mis amigos más íntimos, de mi familia y hasta de mis colegas comediantes, autores y raros. Cambié de trabajo y de dirección. Trato de preservar un remanente de mi rutina: tomo mi café de las once, salgo a correr diez kilómetros y trato de concentrarme en escribir algo que no deteste automáticamente.

No me gusta quién soy aquí. A ratos pienso que mi contraparte angloparlante me habita con una personalidad diametralmente opuesta a mí. Paso buena parte del día sin hablarle a nadie. Me cuesta admitirlo, pero estoy a un ligero inconveniente de enfurecerme o de llorar sin control. Aunque abro varios mensajes de amigos y familiares, poco a poco me siento más aislada, calculando en qué momento se nos va a olvidar que existimos. Me repito que es algo temporal, que los cambios merecen el tiempo y los instantes precisos para que uno los viva. Instantes como ver un venado atravesar mi sendero en el parque, anotarme un chiste para una audiencia que aún no conozco o dejarme sorprender por el anaquel de novedades en la biblioteca pública.

No sé quién o qué seré ahora. Pero al menos puedo sentarme y escribirlo con ella. De eso se trata recomenzar.

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