No existe la historia universal


Darío Jovel_ Casi literalLa historia del mundo de la humanidad se divide en edades: la Antigüedad, enmarcada entre la invención de la escritura y la caída del Imperio romano de Occidente; la Edad Media, hasta la llegada de Cristóbal Colón a América o la caída de Constantinopla (aquí no se ponen de acuerdo); la Edad Moderna, hasta que los franceses le cortaron la cabeza a su rey; y la Edad Contemporánea. Todo parece muy ordenado en ese esquema hasta que nos preguntamos qué impacto directo y real tuvo sobre Japón, China o Etiopía que los otomanos hayan conquistado el último reducto de lo que alguna vez fue Roma. Es indudable que, por motivos de orden, debemos hacer clasificaciones dentro de la historia humana; pero es aún más claro que esa clasificación sólo le hace sentido y justicia al pasado de unos pocos hombres en el occidente de Europa.

El tema es que el mundo es demasiado vasto para querer poner el legado de todas sus civilizaciones, tribus y personas dentro de un marco de referencia académicamente aceptable. «La Historia Universal», al menos la que se vende, es la historia de Europa y, a veces, la de Estados Unidos. El resto del mundo no hace sino esporádicas apariciones cuando sus destinos tuvieron la dicha de cruzarse con el de los protagonistas.

América Latina y África existen en los libros cuando fueron conquistadas por Europa, colonizadas por Europa y cuando se rebelaron contra Europa. Pero parece que su existencia en la historia universal no es compatible y no merece ser narrada si esta existiera en algún otro plano fuera de su relación con Europa. De los imperios de Asia se escribe poco y se habla menos, aunque su esplendor fue tan radiante como el sol. De los cientos de tribus cuya fortuna no les permitió volverse un estado-nación, no son más que apuntes al pie de página, curiosidades en los cuadernos de algún explorador que creía descubrir tierras que ya se hallaban habitadas desde hace siglos.

Un país se volvía moderno cuando adoptaba las instituciones europeas, y era bárbaro cuando elegía cualquier otra forma de organización. En ese sentido, el dinero FIAT, usado en China durante el siglo XI bajo la dinastía Yuan, era un símbolo de barbarie, algo casi obsceno y aborrecible, una señal de que en esas tierras no habitaban sino salvajes. Al menos así fue hasta que Europa lo adoptó con varios siglos de retraso y hasta hoy es el estándar. Entonces pasó a ser un símbolo de modernidad y vanguardismo, una señal de civilización.

Los hospitales del mundo árabe y de Persia no eran sino cuevas de oscuridad y experimentos paganos, mientras que en Occidente un hombre podía cortar la barba, arreglar una dentadura y hacer una cirugía, todo en uno. Fue hasta que la medicina se desarrolló en Europa —y los grandes doctores dejaron de ser persas y árabes para ser alemanes e ingleses— que dejó de ser una actividad pagana para convertirse en ciencia.

Pero el error, de nuevo, no es querer contar la historia de una parte de la humanidad o, mejor dicho, la historia desde los ojos de esa parte de la humanidad. La arrogancia reside en pretender adjudicarle la palabra universal a la historia de ese grupo particular de personas. La historia no es, ni debe pretender ser, universal, pues su misión no puede ni debe ser convertirse en un anecdotario de los abuelos del bisabuelo de los vecinos ricos de este pueblo llamado mundo.

La historia es la herramienta para que cada pueblo, cada nación, cada tribu y —ojalá— cada persona que haya vivido pueda dejar constancia de ello. Para que su paso por el mundo no sea borrado por las mareas del tiempo o enterrado entre las arenas del olvido. La historia no puede ser sólo las biografías de reyes y generales; esas vidas de grandes personas son parte de ella y una muy importante, pero no la más importante, y menos la única. La historia es el método en que cada pueblo puede dejar una marca en el libro de la humanidad, de decirle a las generaciones por venir «Estuvimos aquí, vivimos, existimos», y que ese mensaje permanezca escrito hasta que llegue el último aliento del último ser humano sobre la Tierra. La historia es la forma de guardar lo peor y lo mejor de nosotros; no puede ni debe pretender ser una narración única. Debe tener inconsistencias, vacíos y tantas versiones como ojos haya habido para presenciar sus hechos.

La historia universal no existe porque cada nación tiene el derecho y el deber de contar sus propias guerras y esperanzas, lidiar con sus inconstancias e intentar explicar de dónde vienen y hacia dónde se dirigen; y resguardar la de quienes no pueden proteger la suya.

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