Una de las premisas fundamentales planteadas en El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, es la que reza que el fin justifica los medios. Guatemala es un país enfermo de corrupción y, a grandes males, grandes remedios. Es imposible aplicar los principios democráticos cuando esta supuesta democracia se ha asentado sobre las bases de la corrupción, el juego sucio y las triquiñuelas políticas diseñadas para favorecer y proteger los retorcidos intereses de políticos que durante años estafaron y asaltaron al Estado.
Uno de los méritos del gobierno de Bernardo Arévalo es, sin duda, que por lo menos se ha intentado poner un freno a esta ola de corrupción y se ha conseguido medianamente, tomando en cuenta toda la oposición que enfrenta el presidente en el Congreso y en otras instituciones. No obstante, toda buena intención por parte del gobierno se encuentra con un alto muro y se necesita de una personalidad verdaderamente fuerte para derribarlo, aunque tenga que saltarse las normas constitucionales que se han convertido en el refugio de delincuentes de cuello blanco. Después de todo, ¿acaso esas normas no fueron forjadas para ir contra los mismos ciudadanos decentes? Entonces ¿qué sentido tiene respetar y mantener una normativa que atenta contra los derechos de las mayorías?
O la innombrable fiscal general es verdaderamente infalible —que ni un rayo del mismo Zeus es capaz de partirla en dos—, o nuestro respetable presidente ―y esto no lo digo con ironía, sino reconociendo su propio mérito― se ha pasado de «huevo tibio». Lo que en realidad necesitamos en Guatemala es un personaje que tenga el cinturón bien amarrado para saltarse las trancas que los mismos corruptos dejaron bien asidas en la Constitución, y con las que se garantizaron su misma impunidad.
Así, mientras que el presidente asiste a cocteles, se toma fotos y se complace en entablar relaciones diplomáticas, el Ministerio Público continúa con la cacería de brujas: persecución, encarcelamiento y exilio, tal y como si fuésemos la misma Nicaragua. Irónicamente, Guatemala recibe con los brazos abiertos a ciento treinta víctimas de la persecución política en Nicaragua, pero es incapaz de ofrecer seguridad para sus propios exiliados. Y los que deciden quedarse porque no tienen medios para huir son encarcelados: tal es el caso del docente y músico Gad Echeverría, pero no es el único. Mientras tanto, los verdaderos delincuentes gozan de inmunidad y hasta ostentan honrosos cargos públicos.
Por lo demás, nos resta decir que a los guatemaltecos nos gusta idealizar la realidad. Vivimos con el recuerdo de una revolución inexistente: la de 1944. Ciertamente, las intenciones de nuestros gobernantes fueron sinceras y nobles, y no se puede decir que en esos diez años no se alcanzaron verdaderas conquistas sociales; pero se necesita más que sinceridad y nobleza para mantener una revolución y, ciertamente, Árbenz fue incapaz de sostenerla.
Tristemente, la historia ha demostrado que no basta con tener cualidades honorables si no se cuenta con la energía para cortar de tajo las cabezas de todas las víboras que coquetean con el poder. Entonces, cualquier intento de revolución que en realidad no sea desobediente, desde el inicio está condenado a morir. Así que es mejor irnos acostumbrando a ver pasar cuatro años de un gobierno obediente que observa las buenas costumbres, que actúa con diplomacia y decoro, pero que carece de las agallas para salirse de la plana.
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