Soy un lector desordenado. Navego entre libros que a veces abandono y que, casi siempre, retomo después. Leo en papel y en mi tableta. Escucho audiolibros, podcasts sobre libros, shows en los que actores leen cuentos o gente común que narra un detalle de su vida como si fuera ficción. Siempre escucho un libro mientras leo otro, así que no es de extrañar que simultáneamente leyera Vivir para contarla, de Gabriel García Márquez, a la vez que escuchaba Diario de invierno, leída por Paul Auster, su autor.
En ocasiones, la exuberancia de García Márquez me agota. Vivir para contarla se presenta como la fuente del imaginario de Macondo, pero a ratos se pierde en su intento de crear una epopeya familiar y latinoamericana, y de probar(se) que los muchos libros sobre Macondo no son otra cosa que la transposición literaria de lo realmente vivido, incluyendo personajes extravagantes y fabulosos, casi míticos. Las memorias de Auster, por el contrario, son más bien austeras y llenas de dudas; un libro un tanto pesaroso. Lo escribió en vísperas de cumplir 64 años y vio ese momento como un punto de inflexión desde donde mira su pasado y su futuro. En fin: dos textos autobiográficos, tan similares y, a la vez, tan opuestos. En algún momento tuve que elegir y me decanté por Diario de invierno.
Conozco dos formas de escritura autobiográfica anglosajona. Una se deriva de los insufribles textos de autoayuda con su moralina de éxito asegurado, su elogio del mérito individual y la confianza ciega en el sistema. La otra, mi preferida, es descarnada e incluso cruel, como si lo esencial fuera abrirse en canal sin pudor alguno. Pienso en libros como El año del pensamiento mágico, de Joan Didion; o Joseph Anton, de Salman Rushdie. A diferencia de los autores europeos —franceses sobre todo—, los memorialistas anglosajones casi no ven sus experiencias de vida como parte de un complejo sistema social. Sus memorias reflejan, en cierta medida, el individualismo y la soledad que mana de sus culturas.
Dice una reseña que Auster explora su vida a partir de la historia de su cuerpo, de sus placeres y sufrimientos. La narrativa no es lineal, sino que va del momento de la escritura a recuerdos de décadas atrás y vuelve, no en un intento de dar circularidad, sino como un cuestionamiento de nuestra noción de tiempo, como si fuéramos simultáneamente pasado y presente. El futuro, como simple azar que es, está ausente.
Me siento cercano a las luchas y los tropiezos de Paul Auster. Encuentro en él una vulnerabilidad con la que me puedo identificar. Su escritura, además, ocurre en un momento álgido de su vida que también es el mío: el cuerpo experimentado, golpeado, resiliente, a ratos vencido. A pesar del individualismo de Auster, su trabajo sobre el cuerpo nos invoca a sus lectores, pues todos vamos experimentando la decadencia y la dignidad de la vejez, a la vez que sus fortalezas. Contrario a las memorias de Salman Rushdie, por ejemplo, que son libros de resistencia contra la adversidad, las de Auster reflejan la cotidianidad del autor, donde la posibilidad de la muerte no es el fin, sino una parte más de la vida.
Cosas terribles sufrió Paul Auster después de la publicación de Diario de invierno en 2012. En 2021 su nieta de diez meses murió al consumir accidentalmente cocaína y fentanilo. En 2022, Daniel Auster, el hijo del escritor y padre de la niña, fue acusado de homicidio involuntario. Daniel murió de una sobredosis apenas unos días después de ser acusado. En abril de 2024 Paul Auster murió de cáncer pulmonar.
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