No tengo nada en contra de quienes se aventuran a correr varios kilómetros con el fuego patrio hacia los altares cívicos el 14 de septiembre, cuajando a un tiempo todos los valores del nacionalismo, del “fervor patrio”; tampoco tengo nada contra los que izan la bandera ante un público que admira las calificaciones de los abanderados que más adelante servirán al país de forma ejemplar; ni tengo nada en contra de quienes defienden en su modo de ser y de proceder los valores de nacionalismo que les inculcaron en sus casas, colegios, escuelas, institutos, empresas; pero me sorprende la confianza, la ingenuidad con que creemos en nuestra patria. Yo también lo hice. Hace algunos años tuve fe en esa ficción llamada Guatemala. Una ficción demográfica excluyente, una madre patria que prefiere dejar huérfanos a la mayoría de sus hijos.
Desde hace unos años para acá, cuando pienso en patria pienso en olvido y dolor. Y debo confesarlo, pensé en patria cuando salí a las calles a exigir justicia, atisbando en toda esa energía reunida un poco de esperanza, un poco de nación, una unida por fin, incluyente por fin. Una esperanza que se fue desmoronando hasta concluir en el estado actual de las cosas: el mismo, pero con un sesgo un poco más surrealista, más absurdo, más cínico.
La única patria que deberíamos construir está en los libros de historia; ya lo había dicho Alfonso Guido a propósito de la renuncia del expresidente: una historia dolorosa y triste. Una historia que nada tiene de épica, con símbolos alienantes que abogan por la cómoda posición del olvido. Mientras pensemos que hacer patria sigue siendo salir con la camisola puesta a apoyar a la selección de fútbol, que sigue frustrando al parecer ese sueño colectivo de vernos representados con algo valioso. No me gusta el fútbol, me enteré del partido de Guatemala cuando me topé con el tránsito frente al estadio (no tengo nada contra quienes disfrutan el fútbol, vale decirlo, y quiero mucho a varios amigos y amigas que lo han hecho una forma de vida). Pero me puse a pensar: qué significa tratar de vernos reflejados por fin en algo valioso. Esa sed tan postergada de sentirnos orgullosos de nosotros, de sentir que trascendemos, esa orfandad que anualmente vemos despedazada con nuestro paupérrimo, necio afán de trascender en el fútbol.
Veo un ansia colectiva de pequeñas motivaciones saciadas con el espectáculo, el culto desmedido del consumo; pero una sed muy triste de patria que no hemos encontrado. Si ese necio afán de trascender en el fútbol, de apoyar al país vistiéndonos con la camisola azul y blanca lo trasladáramos a las bibliotecas que guardan esos gritos ahogados de dolor, esas verdades tan necesarias pero convenientemente olvidadas. Si antes de apoyar a la Selección nacional decidiéramos construir por fin una nación, tal vez entonces comenzaríamos a ganar algo más que partidos.
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Desde Argentina, otro país obsesionado con el circo del fútbol, me solidarizo contigo: la patria se nos reduce a once jugadores sudorosos que nada tienen que ver con los niños que mueren de hambre, las mujeres azotadas hasta la muerte, los campos arrasados, las industrias quebradas y la corrupción de los políticos que deberían respetar sus juramentos.
Aquí la toma de posesión de los funcionarios incluye una frase que para mí es como una bofetada: «… (si no cumplo con este compromiso), que Dios y la Patria me lo demanden». Durante toda mi vida cívica los he escuchado repetir esa frase, pero muy pocos han hecho honor a sus palabras.
Dios parece que se ha ausentado y la Patria (o sea, nosotros, los ciudadanos), seguimos permitiendo que nos roben la esperanza sin salir a demandar a los ladrones.