Por ANGÉLICA QUIÑONEZ |
A estas alturas de la civilización, todas las covachas de Macondo tienen una antena de internet y suscripción para Netflix. Por eso voy a obviar la sinopsis de esta serie que convirtió la plataforma en un éxito rotundo, con Emmys, Golden Globes y el novísimo placer del binge-watching. Empecé a ver House of Cards en 2015, dos años después de su estreno y en el tercer intento por soportar los cincuenta minutos de diálogo político sin dormirme. Cuando finalmente pasé del primer episodio entendí que la serie es una reimaginación de los dramas históricos de Shakespeare. Esas mismas, que todos decimos que leemos pero que en realidad no son tan emocionantes hasta que apuñalan a algún personaje o hasta que aparece alguna de las frases que repiten los villanos intelectuales en las películas de acción. Y al igual que en obras como El rey Juan o la media docena de títulos sobre Enrique IV, V y VI, la tensión no viene precisamente del futuro que tendrán los súbditos del rey sino de cuán mentirosos y cínicos pueden ser los gobernantes mientras hablan en pentámetro yámbico.
Ricardo III es la obra que más fuertemente influenció House of Cards, al punto que ambas inician con un monólogo de justificación para la crueldad del protagonista. Richard es muy feo, y Underwood es muy blanco, muy gringo y muy demócrata. Los personajes son impresionantemente similares: trepando el poder con engaños, chantajes, manipulaciones y sin miedo a matar (ambos han sido interpretados por Kevin Spacey). Claro, House of Cards explota los precedentes en el tropo de drama político y los conduce más a través del cinismo que del drama, más por el shock que por la conciencia social. Y es importante recordar que su lanzamiento durante la esperanzadora presidencia de Barack Obama ayudó a que la serie tuviera ese gusto tan oscuro, un placer parecido al de ver los capítulos más sangrientos de La ley y el orden mientras uno está sentado en su sofá, protegido por la garita y las cámaras de circuito cerrado, o ver Thirteen Reasons Why con el novio y las amigas. House of Cards era solo eso: una tragicomedia retorcida a nivel de broma inocente. Incluso produjo un segmento de parodia para la cena de corresponsales en primavera de 2016, esos idílicos meses en que la candidatura de Trump era solo un chiste de Los Simpson.
Por supuesto, House of Cards recibió una nueva oleada de atención cuando las últimas elecciones estadounidenses convirtieron su cobertura de prensa en una guerra de tabloides con escándalos de acoso sexual, desinformación, corrupción y cualquier otro crimen de cuello blanco que se vendiera en las revistas de People. Con la renovación de una quinta temporada, los guionistas (ahora sin el apoyo del creador Beau Willimon) debían continuar esa narrativa de humor negro y drama shakespeariano en una época donde los titulares difícilmente se distinguían de una sinopsis para sitcom. Esta última temporada, lanzada el 30 de mayo, viene a demostrar cuánta fe e ignorancia tenían los norteamericanos de Hollywood en la democracia. Lamentablemente, la fe y la ignorancia no son el negocio de la ficción.
La quinta temporada fue hecha por personas que plena y sinceramente creyeron que su estreno sería en el nuevo gobierno Clinton. Mientras los tuits del presidente Trump no paran de desafiar los límites de la razón, la serie tiene una extraña e incómoda disonancia. La corrupción manipuladora no luce tan encantadora y prohibida este año, y varios fans comienzan a preguntar cuándo le llegará a Frank Underwood su puñalada mortal. Ya en la presidencia, Frank defiende su mandato con terrorismo y propaganda de guerra. Maniobra un fraude electoral. Espía y asesina sin vergüenza. Y aún con las bellas tomas, la música impecable y atractivos actores, la historia esta vez se siente demasiado realista.
Con la certeza de que Estados Unidos viviría hoy bajo el liderazgo de su primera mujer presidente —quien prioritariamente reformaría los sistemas de justicia y migración— House of Cards estiró los límites de verosimilitud con sus personajes, pero se quedó aún muy corto. En este punto perdió el brillo épico de un drama clásico y ya solo se lee como una mala interpretación de los noticieros, embarrada de sarcasmo en lugar de ingenio. El gobierno Underwood tiene los días contados y la serie tiene sus tramas vencidas porque este es el verdadero invierno de nuestro descontento. Es imposible apreciar de la misma manera la moralidad borrosa y el relativismo cuando existen riesgos reales. Es aún más complicado preservar el suspenso del drama cuando el próximo titular fácilmente sugerirá los spoilers.
El final, con Claire asumiendo la presidencia y el protagonismo narrativo, podría darle nueva dirección a la historia, aun si su objetivo original era otro. Este quizá sea el mejor momento para que los guionistas orquesten el atroz derrumbamiento del Imperio Underwood, preferiblemente sin esperanzas para la redención. O bien, que abracen las posibilidades del absurdo en la democracia gringa moderna. Después de todo, Kanye West prometió su candidatura para 2024, y quién sabe si él ha determinado portarse como villano.
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