Desde hace mucho tenemos claro que es bastante más sencillo hallar poetas que intérpretes de poesía. Y sin embargo insistimos en escarbar la materia del poema, ver qué lleva dentro; leer, pues, lo que creemos que hay en él para nosotros. Hay quien, frustrada esa tarea un tanto ociosa, sale de vez en cuando a reclamar más claridad a los poetas, menor altura, mayor honestidad y un etcétera en ocasiones irrisorio. Talvez a cada lengua le corresponda un único poema que todos los poetas falsifican, cómo saberlo. Es casi seguro, en cambio, que el poeta —o la poeta, claro— se gastará la vida tratando de verbalizar una idea única atesorada como su personal revelación.
Convencidos de lo anterior, nos adentramos a La casa detrás del tiempo, título primigenio del nicaragüense Enrique Delgadillo Lacayo (León, 1988), que fue publicado por el Centro Nicaragüense de Escritores en 2012 y, como se puede colegir, propone cierta aproximación un tanto metafísica a la cuestión del ser y su existencia. Y aunque no está de más traer ganzúas para allanar esta morada, en realidad nuestra lectura se hace en apariencia sin demasiada dificultad. No hay un léxico ni una sintaxis tramperas en los rincones de este inmueble:
Uno nunca deja rastro porque somos el rastro, el rostro del rastro.
Nos topamos con este verso apenas en la primera habitación, dentro de «El mausoleo de los días», nombre de una de las tres secciones en que divide Delgadillo Lacayo su casa y que toma de la «Introducción a unos poemas elegíacos» de Ángel González, cuya segunda estrofa cita y usa como epígrafe. Podemos ver uno de los mecanismos en que acontece su poesía: con la mayor naturalidad, nos deja creer que comprendemos cabal su idea, que vendría a ser similar a aquella del maestro Lee —be the water—, pero no, my friend, nosotros no somos, a ojos del poeta, el agua, o el rastro en este caso («El saber de las huellas se queda en el sendero», había dicho unas líneas atrás, para aumentar nuestra confianza en su connotación). Nosotros somos el matadero, amigos y enemigos, el rastro donde destazamos a esas ovejas por cuyas cuentas creamos la lengua en el principio.
Declaro que juntos nos dedicamos a matar todo lo que fuera nuestro.
Esto lo dirá más adelante, ya en medio de la segunda planta de la casa, los «Poemas que ladran bajo la lluvia» (aquí es Edmond Jabès quien nos recibe con su Libro de las preguntas), donde también habrá versos como estos, que son también increpaciones:
Los días que no volvieron
serán acaso miembros del ejército de un pasado,
pero de cuál, de qué.
¿Dónde caerá la lluvia
que nos sumerja en el frío ladrar de los perros?
Y es que, aunque podemos engañarnos creyendo en la falsa cursilería que sirve de fachada a este edificio, lo cierto es que aquí dentro se fabrican bombas de contacto, metanfetaminas, sustancias cáusticas para las percepciones adormiladas que hoy imperan (o inoperan) a nuestro alrededor.
La ciudad es un meandro,
un archivo abandonado donde el olvido es un hongo.
Camino presintiendo un sueño
donde me das de comer las flores
que sobraron de una fiesta a la que no fui invitado.
Pero antes de que acabemos este recorrido de bienes raíces y nos quedemos con la sospecha de que el «Pasado con sombrilla detrás de un poema» que ocupa la última planta de La casa… no es, como parecieran sugerir sus primeras páginas, un largo poema de amor debido al cierre (La dictadura más sangrienta es la que impone un sueño cumplido;/ de lejos sus víctimas hasta sonríen), quedémonos con algunas estrofas sueltas del piso de en medio:
mi corazón es un proyecto inconcluso
y no debería figurar en ninguna antología.
Pletórico de madrugadas en abril,
escaso de abril por la noche.
…
En medio de nosotros hay una ciudad perdida
cuyo cielo se despeña.
En medio de nosotros duerme el silencio
donde inclinamos la ceguera
En el mástil violento de la noche
se volvieron mariposas las hormigas.
En medio de nosotros
la muerte se toma fotografías y sonríe.
†