Es la consecución de momentos ―unos más pequeños que otros― que forman parte de un escenario más grande a través del cual nos ilusionamos, nos aburrimos, nos sudan las palmas de las manos mientras miramos a desconocidos para entender que nuestras emociones encuentran correspondencia y comprensión. Otras veces la apatía nos gana y no entendemos la actitud de los demás. El futbol como organismo mirado a través del microscopio no es más que una parte de ese intrincado árbol social bajo el que vivimos ―unas veces odiado, otras amado― que termina resaltando lo mejor y lo peor de nuestra condición humana, irónicamente, aun cuando no estemos de acuerdo.
No existe justicia más que la que nos conviene. Los buenos no siempre ganan y los malos nunca obtienen el destino del karma porque la vida no se trata de merecimientos sino de hechos concretos. Sin embargo, nos proveemos de ilusiones que llenan un cuenco que llega a paliar estas verdades, eso lo sabemos y por ello regresamos una y otra vez a beber de él porque el peso de la lucidez en muchos casos agobia.
Necesitamos sueños por absurdos que parezcan, porque de lo contrario, explotaríamos. El futbol no es más que uno de ellos, uno que a pesar de todo representa muy bien la complejidad humana, tanto para los que lo vemos desde adentro como para los que lo ven con desaprensión desde afuera. Al final la pelota seguirá rodando sin importar lo que pensemos de ella, tal cual el mundo continúa girando sin importar si lo disfrutamos o no.
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