«La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud,
la ignorancia es la fuerza».
George Orwell, 1984
En fechas como la que se celebra hoy es cuando se está más lejos de reconocer que el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto. Podríamos predicar esta máxima los 364 días restantes del año, pero no podemos hacerlo hoy, día del purulento jubileo blanquiazul que infecta calles y avenidas de la «independiente y soberana» Guatemala. El tributo al totalitarismo de antaño llega hoy a su clímax y la apoteosis reúne a los conversos y a sus hijos para festejar el 196 aniversario del simulacro de emancipación.
Hoy se ofrecería en sacrificio a las generaciones que heredan la desidia: se vestirían de gala y saldrían a marchar. Llegarían para hacer el saludo marcial frente a la fachada del mayor capricho del tan añorado dictador servil, donde un personaje de pasquín les espera en el palco principal para ver rodar sus cabezas. Pero ¿qué van a saber ellos de dictadores o de fantoches si su coctel independentista incluye fanfarrias y redoblantes ensordecedores y piruetas —muy nacionalistas— tipo cheerleader?
En este punto viene al caso lo que Henry David Thoureau dijo en El deber de la desobediencia civil: «Me es imposible reconocer como gobierno, siguiera un instante, a esa organización política que lo es también del esclavo». En lo personal, me es imposible reconocer, a través de festividades distractoras y convencionales como la que se iría a celebrar hoy, la liberación de mi país del yugo conquistador. El festejo nacional de hoy —que fue cancelado hace pocas horas— responde al manoseo de la historia y al complejo de obediencia y paternalismo que nos lleva a creer que el Estado, esa legión omnipotente a la que debemos pleitesía, está para protegernos.
Es por esa relación enfermiza con Papá-Estado que se clama por la pena de muerte y se suplica que se permita el patrullaje permanente del Ejército. Quienes abogan por los pilares que sostienen tradiciones como la de hacer de que cada 15 de septiembre un escenario circense donde los estudiantes son los bufones maromeros, se insertan en una dinámica oscurantista que fortalece al mismo sistema que, sin advertirlo, padecen. Tanto como si somos simples espectadores o partícipes de los desfiles, las antorchas y demás ocurrencias competitivas de las instituciones educativas, a todos nos golpea la permanencia de rituales sin contenido en su mensaje.
Lo que nos falta es, como diría Thoureau, desobediencia civil: resistencia pacífica al adoctrinamiento. Fue con ella que Mahatma Gandhi y la población de India se rebelaron contra la Corona Británica durante la década de los años 30 y como sesenta años después se eliminó la segregación racial en el Sur de Estados Unidos. La desobediencia civil devolvió a los chilenos el 5 de octubre de 1988 todo lo que la dictadura de Augusto Pinochet cercenó desde el Golpe de Estado y el asesinato de Salvador Allende, quince años antes. Mientras seamos permisivos y consintamos el mal llamado fervor patrio justificándolo con el salvoconducto de la tradición o el folclor, seguiremos siendo obedientes civiles, respetuosos del «saludo uno» y la «bandera nuestra» y la Guatemala y su nombre inmortal.
A lo mejor alguna vez pensemos en nuestras posibilidades de rebelión, pero como ya dije, hoy no podemos: tenemos 364 días más para pensar en ello.
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