Mientras escribía este artículo hace tres días, una caravana de camionetas blindadas desfilaba por la avenida en donde vivo. Cuando me asomé por el balcón e intuí de qué se trataba el bochornoso jaleo, la náusea me superó. El circo ensordecedor de motores y sirenas duró poco. Al volver, una tras otra borré las palabras de lo escrito, como queriendo anular a la vez la imagen de cada vehículo negro embutido de esbirros presidenciales.
Veía titilar el cursor en la página en blanco cuando concluí que la política en Guatemala es otro costoso producto pirata subastado y consumido como genuino. Una suerte de vodevil trasnochado donde los personajes más burdos son a su vez los más importantes:la sátira perpetua. Por un instante me sentí oxidada, como si a mis 29 años ya lo hubiera visto y experimentado todo.
Sufrí un arrebato de abatimiento. Quise volver a ser niña, dormirme y despertar en 1998, en el barrio de casas pequeñas donde crecí. No es la primera vez que experimento tal cosa, mas esta vez sí advertí el error me encontraba suponiendo que en aquellos años el hedor era soportable, pero no. La gangrena democrática se comía a mi país desde antes de la década de los noventa; incluso mucho antes de que mis tatarabuelos migraran de la esclavitud a la servidumbre mal pagada.
Quizá por esa deuda que adquirí con la nostalgia releí hace poco Matar a un ruiseñor, de la escritora estadounidense Harper Lee, pese a que el eje temático de la novela no es el sentimentalismo del adulto que añora ser niño. Se trata de una novela que, en la voz de Jean Louise (Scout) Finch, una niña de 13 años, revela las tensiones raciales que azotaban a la puritana Alabama de la década de 1930. El asunto: la supuesta violación de una mujer blanca por un hombre negro y la defensa de este por un abogado blanco, Atticus Finch, el padre de Scout.
La novela fue publicada en 1960 y ganó el Premio Pulitzer. Si bien Matar a un ruiseñor es un manifiesto sutil donde se revelan sin miramientos los ultrajes legales que el racismo propinó a la población negra en los estados esclavistas de Estados Unidos a principios del siglo XX, hay mucho más para analizar. Por ejemplo, la figura de Atticus Finch, el abogado blanco (que me recuerda a los personajes trascendentalistas de Mujercitas, a los poetas Ralph Waldo Emerson o Walt Whitman) defensor del ruiseñor, Tom Robbinson, el acusado. Pese a los hiperbólicos y riesgosos esfuerzos de Atticus, el jurado incrimina a Tom de la agresión sexual solamente por ser un hombre negro.
De la misma manera, la novela aborda el amor filial como fin y no como medio para el ejercicio del bien a favor de una comunidad, sin olvidar que en ella se acentúa también la manera en que las sociedades de todo tiempo persisten en imponer en los niños comportamientos decorosos que no hacen más que adulterar la personalidad.
Fue gracias al personaje de Scout Finch que pude saborear mi nostalgia mortecina. Scout no es remilgada y, a pesar del corto alcance de su malicia, cuenta con los poderes de la percepción y la curiosidad: es una niña completa cuyo discurso fluye sin las ataduras de los buenos modales. Mentiría si afirmara que me vi totalmente en ella, pero sí reconozco su espíritu en varias personas que tuve a bien conocer y recordar. Es por ello la nostalgia, porque todos alguna vez fuimos como Scout, todos nos preguntamos el porqué de los adultos y sus inconsistencias, sus contrastes, sus hipocresías y sus ambiciones sin sentido. Y cuando nos traslapamos de un mundo a otro nos olvidamos de que la vida es simple hasta que la enredamos con nuestras renuncias, o peor aún: con nuestros apegos.
Todos tenemos una Scout Finch dentro de nosotros remarcando con tiza de colores las ironías del adulto medroso en el que nos convertimos. Talvez necesitamos dejarla salir de vez en cuando para liberarnos del asco que implica a veces ser adulto y darle atención a lo banal; a una caravana de guardaespaldas presidenciales, por ejemplo. Talvez con ello seamos por fin los adultos que no olvidan que una vez fueron niños. Talvez así y solo así saldemos para siempre nuestra deuda con la nostalgia.
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