Acercarse a la treintena es comprometedor para las personas solteras. Tanto hombres como mujeres solteros jóvenes o no tan jóvenes somos señalados como fracasados, informales, egoístas o infantiles por el simple hecho de no estar en una relación de pareja o por no unirnos a una a partir del lazo institucional del matrimonio. Por un lado, los varones deben lidiar con las críticas de sus congéneres y del género opuesto si no encajan en el paquete de preñadores, protectores y proveedores: preñadores a causa de la necesidad de perpetuar la estirpe para inmortalizar el apellido, protectores para funcionar como cabeza de familia y proveedores para potenciar las dos funciones anteriores. No puede negarse que el machismo también castiga a los hombres sacándolos de la dinámica tercermundista de oferta-demanda si una vez llegados los treinta años aún viven con sus padres, si no tienen un vehículo o casa propios o si no tienen un trabajo bien remunerado. Y si son solteros, peor.
Por nuestro lado, nosotras padecemos de otro tipo de estigmatizaciones. Nuestra realización como mujeres depende del reloj biológico. Estamos para dar vida y «complementar» el desempeño masculino siendo esposas y madres. Algunos dicen también que después de los treinta nos volvemos viejas a pasos agigantados, que perdemos la gracia, que hay mujeres (siete por cada hombre, dicen) que nos pueden sustituir fácilmente si no lanzamos el anzuelo de un hijo antes de cumplir esta edad. Todo apunta a que llegar solteros o sin hijos a la tercera década de nuestras vidas es una sentencia de muerte social para ambos bandos. Esta problemática cultural de la soltería como un asunto a resolver no es nueva; lo sorprendente es que persista a pesar del tiempo y de los avances históricos.
La visión seudoneoliberal de poca monta (popular en las redes sociales) de la mujer que trabaja, estudia y vive sola tampoco nos hace el gran favor. Me refiero a que, si bien resalta medianamente nuestra capacidad de insertarnos en la fuerza laboral, de hacer una carrera a nivel superior o de ser económicamente independientes, el discurso es asimilado desde una postura tergiversable que nos deshumaniza en cierta parte por nuestras ideas contra la institución conyugal coaccionada, haciéndonos parecer frías, duras, promiscuas o resistentes a ajustarnos a las virtudes de la maternidad dentro o fuera del matrimonio.
Lamentablemente he leído artículos titulados «20 estrellas famosas y felices sin hijos» o demás títulos sosos donde los protagonistas y sus realidades poco o nada tienen que ver con la realidad de las personas que leen ese tipo de publicaciones. La intención macabra de persuadirnos para proyectarnos en estrellas de Hollywood no es inocente; las fauces de un mercado pujante y hambriento están detrás de esas publicaciones. Para muestra, solo hace falta ver la cantidad de programas que la cadena Discovery tiene para embrutecer a las personas que quieren casarse. Shows donde se alimenta la fantasía de la boda lujosa, el anillo, el vestido carísimo y demás caprichos; donde la relación de pareja, en sí, es el último tema en cuestión.
Formar una familia nunca debió ni debe seguir siendo tan solo una etapa a cumplir, como tampoco lo debe ser el tener hijos solo porque sí, solo porque hay que leer un libro y sembrar un árbol también. Ya no podemos ni debemos dejar que el hecho de unirnos a una persona en matrimonio o en unión libre esté condicionado por las líneas estrechas del reloj biológico de la mujer o del poder adquisitivo del hombre. Esas añejas ideas de realización (que a la larga no realizan) castigan a quienes no pueden cumplirlas y las consecuencias van más allá de la frustración, sobredimensionándose en depresión o enfermedades psicosomáticas.
Así como el hombre puede ser buena pareja o buen padre sin el carro y la casa propios o el apellido en el retoño, las mujeres independientes también podemos serlo después de los treinta, con carrera universitaria o con autonomía económica. Hay que desmontar esos anacronismos que durante años nos hicieron creer lo contrario.
Hablo desde mi posición sin pretender herir sensibilidades. No desdeño la maternidad adoptiva o biológica pero tampoco concibo imponerla para completarme a mí o a la pareja con quien forme algún día una familia, si es que lo hago. Disfruto las labores domésticas pero acepto que no podría ser un ama de casa que no evaluara otras opciones para el desarrollo de mi potencial. Estoy soltera pero no sufro ni me flagelo a solas por estarlo. Estoy soltera pero no me niego a la convivencia de pareja, a la complicidad del amor y a sus facetas buenas y malas…estoy soltera, pero no pensaré solo en mí o en mi futura pareja si algún día me tocara responder ante un juez: ¡Sí, acepto!
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