La pequeña historia: un apunte sobre Karla Suárez


José Adiak Montoya_ Casi literalLa primera vez que escuché el nombre de la autora cubana Karla Suárez fue ya hace algunos años, de boca de Daniel Mordzinski, el amigo de todos. Estábamos en un bar de Managua luego de una sesión fotográfica y Daniel me recomendó enérgicamente leerla. Que la recomendación viniera de alguien que se ha pasado la vida no solo fotografiando autores, sino también leyéndoles, me pareció digna de atención. Pero fue hasta esta semana que un libro de ella, El hijo del héroe, reeditado recientemente en México por el Fondo de Cultura Económica, cayó en mis manos.

La novela es una especie de autobiografía ficticia de su personaje, Ernesto, quien en la infancia pierde a su padre en la guerra de Angola durante los primeros años de aquel conflicto que a lo largo de una década envió a cientos de miles de cubanos a luchar en una guerra tan lejana y ajena. El personaje jamás se repone de la ausencia paterna y se pasa la vida obsesionado con el conflicto angolano, intentando descifrar los grandes engranajes de la Historia que trastocaron su vida y la de miles de cubanos.

En El hijo del héroe con Ernesto viajamos de la mano a todas las cosas básicas que conforman una vida, la infancia, los primeros enamoramientos, el descubrimiento del sexo, las amistades, la familia, los viajes, las despedidas, las personas que salen y entran de nuestra vida, los libros que nos forman… Pero también vamos sintiendo y creciendo junto a él dentro de ese vacío que es la orfandad que viene de la mano de la guerra.

Más allá de ahondar en esta novela —que es de esas historias que no podemos dejar de leer desde la primera línea y cuyo final da una vuelta de tuerca tan inesperada que nos deja la boca en forma de la cuarta vocal—, me vi de nuevo inmerso en una de las cosas que como nicaragüense más me hacen empatizar con mucha literatura cubana posterior a 1959, y es el parecido de nuestras historias.

Veinte años después de la revolución cubana, la revolución sandinista triunfó en Nicaragua. Durante la década siguiente, la de 1980 —la década de la guerra de contrarrevolución que desangró al país y lo dejó huérfano de tantos jóvenes—, Nicaragua se llenó de asesores del gobierno cubano que susurraban en los oídos de nuestros nueve comandantes la forma en la que se debía llevar un estado socialista, replicando su modelo. Fidel Castro pasó a ser el actor principal entre los invitados a la plaza en cada aniversario del triunfo y la figura paternal de una revolución que, si bien tomaba como ejemplo a la isla, hasta entonces poco se había parecido a la cubana.

Pero luego vinieron, claro, los lazos de solidaridad, los intercambios culturales. Nicaragua se había vuelto un tema mundial y, para Ronald Reagan, una segunda Cuba. Leyendo este libro de Karla Suárez me siento como muchas veces me he sentido leyendo autores cubanos o hablando con amigos cubanos: como el meme de Leonardo DiCaprio que sostiene una cerveza y apunta a la pantalla reconociendo algo familiar.

Los términos, la estética, el romanticismo absurdo de la guerra, las consignas, los que se fueron a estudiar a la URRS, las formas macabras de operación de la Seguridad del Estado, el verde olivo, las sesiones de crítica y autocrítica del partido y de los comités de barrio, la afiliación a la Juventud del partido, las tarjetas de racionamiento… Son tantas cosas las que hicieron de la revolución sandinista una revolución con acento cubano en la década de 1980.

Y modelos similares producen tragedias similares.

En El hijo del héroe me reconocí no solo como hijo resultado de esa revolución tan estrepitosamente fallida como fue la nuestra, sino también como autor. Mi nueva novela, El país de las calles sin nombre, aborda entre otras cosas el gran engranaje de la Historia que aplasta a las pequeñas historias, igual que en el libro de Suárez.

Narra el regreso de una mujer que se marchó siendo una niña hacia Estados Unidos junto a la madre para escapar del país en guerra. Su padre, muerto en esa guerra, se vuelve una herida abierta que esta mujer creía cicatrizada hacía décadas y en ella indagará hasta resolver piezas en el rompecabezas de su vida que ni siquiera sabía que le faltaban, tratando de entender un país ajeno y a la vez propio.

Si bien el personaje de Karla Suárez, a diferencia del mío, pasa la vida obsesionado con saber qué pasó con su padre y qué aparatajes más grandes a su comprensión lo llevaron a morir en una guerra a miles de kilómetros de casa, la historia es la misma: ¿Quiénes hacen las guerras? ¿Para qué sirven? ¿Vale más ser el hijo de un héroe muerto que el de un padre vivo?

Es ahí que nuestras historias, Cuba y Nicaragua, con sus trajes militares, sus comandantes flamantes que hay que vitorear en plazas agitando banderitas, con la bota de la pobreza ahogándonos y con nuestros muertos convergen como primas hermanas. Es por eso que una escritora cubana que vive en Portugal y un escritor nicaragüense que vive en México, y que nunca se han conocido, pueden hablar de lo mismo.

Porque el peso de la historia compartida, de aquella guerra fría que sigue viva en los corazones de quienes padecieron sus escaramuzas, nos alcanza a todos. Hasta a los actores secundarios y sus extras.

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