Hace unos días comencé a leer la novela La infancia de Jesús, del premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee. Este libro, repleto de reflexiones, hizo que me detuviera a analizar un fragmento en particular, presentado en la voz de uno de los personajes:
«…Es lo que todos tenemos en común. A todos nos gusta creer que somos especiales. Pero, hablando estrictamente eso es imposible. Si todos fuésemos especiales, no habría nadie especial. Y aun así continuamos creyendo en nosotros mismos…»
Los seres humanos crecemos creyendo que somos únicos y que en nosotros reside una chispa especial que se disfraza de finalidad y que —según creemos— nadie más posee. Estamos a la espera de que esta chispa explote algún día, en nuestro futuro, y nos ilumine camino hacia el fin último que significa nuestra vida. Esta idea esperanzadora, casi tranquilizadora, no es más que una ilusión mortal. La única verdad que encierra resulta ser lo contrario: todos —absolutamente todos— nacemos y morimos solos.
La primera vez que estudié la soledad como concepto fue a través del existencialismo. Sarte, uno de los mayores representantes de esta corriente, afirma que no importa que vivamos nuestra existencia rodeados de amigos, familia o con una pareja, pues la compañía es una ilusión dado que la soledad es una condición humana de la cual no se puede escapar: estamos condenados a ella.
La palabra condena relaciona un sentido de privación e imposición. Sin embargo, me inclino a pensar que los ideales de nuestra cultura nos han enseñado a relacionar la soledad con el miedo, cuando en realidad este estado no es más que el estimulante idóneo para la práctica artística e intelectual.
Hemingway pasó gran parte de su vida sumido en soledad, no porque los golpes de la vida lo obligaran al reclutamiento, sino más bien porque encontró que el aislamiento era indispensable para su escritura. De la misma manera, Gabriel García Márquez afirma, con su característico humor latinoamericano, que: «el mejor lugar para un escritor es un burdel: fiesta en la noche y silencio sepulcral en las mañanas».
El ejercicio de plasmar ideas sobre el papel requiere un profundo esfuerzo racional e intelectual que solo se logra a través de tranquilidad mental que provee la soledad. Así como comentó Kazuo Ishiguro, el recién premio Nobel de literatura, en su discurso a la Academia: «después de la existencia frenética que había llevado en Londres, aquí estaba yo, viviendo en un silencio y una soledad inusuales que me ayudarían a convertirme en escritor».
Si bien el aislamiento es vital para el quehacer literario, la obra escrita es un recordatorio de que no estamos solos. Este aparente oxímoron se aproxima a la explicación de por qué como seres humanos —a través de nuestra fugaz existencia en este mundo, desde el inicio de los tiempos hasta la actualidad— tenemos la necesidad de contar y escuchar historias.
Las novelas, los cuentos y los poemas marcan un camino hacia lo que en filosofía llamamos «la búsqueda de la verdad». Leemos porque deseamos encontrarle un sentido a nuestra existencia y las historias son una viva prueba de que muchos otros, al igual que nosotros, sienten miedo, nostalgia, esperanza y, sobre todo, se encuentran inmersos en una inefable soledad.
†