Cena con monumentos (II)


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalYa en el apartamento, saqué lo esencial de las maletas, encendí mi computadora y tras escuchar borborigmos decidí ir a buscar algo de comer. Caminé las cuadras que el muchacho de la admisión me explicó hasta que alcancé la Rue Rivoli. Observé un supermercado, pero cuando caminé un par de pasos, un par de mujeres se me acercaron para ofrecerme comida. «Es gratuita», me explicaron las dos regordetas y bajitas mujeres, seguramente procedentes de algún país de la Europa del Este. Casi me llevaron a la fuerza a un camión en el que distribuían comida para mendigos. En una vitrina vi el reflejo de mi aspecto: efectivamente, poseía las características de un digno comensal de la gratuidad.

Un poco por dignidad, otro poco por darle la oportunidad a alguien más, no acepté. De inmediato me lancé hacia el supermercado, donde localicé a toda costa mis primeras cervezas francesas. Además compré queso de cabra, jamón y pan. Caminé como zombi de regreso a mi habitación. Abrí las ventanas mientras aparecía ante mis ojos, a lo lejos, el lomo de Notre Dame. Un poco más hacia la derecha, el luminoso y veloz faro de la torre Eiffel alumbraba las paredes de mi habitación.

De la habitación vecina salían las notas de un piano melancólico. Me senté mientras veía esa iglesia gótica convertida en una especie de mantis religiosa, y la torre, como una luciérnaga desalada. Destapé tres cervezas y brindé. Al final de ese largo viaje de más de 23 horas pasando por aeropuertos de cuatro países y volando sobre dos continentes, cené con agradable compañía.

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