En 1986, justo al finalizar el mundial de fútbol celebrado en México, tuve mi primer ingreso a la sala de intensivo del IGGS (Instituto Guatemalteco de Seguridad Social). Permanecí allí dos meses, durante los cuales conocí y me despedí de cientos de pacientes. Algunos fueron dados de alta y otros fueron a la morgue y luego al cementerio.
Recuerdo el caso de un joven que había perdido buena parte de su memoria. Solamente tenía la dirección de la casa donde vivía, pero no recordaba los nombres de sus familiares ni el número de teléfono (no existía Google). Lo encontraba todos los días leyendo columna tras columna de la guía telefónica para localizar lo que anhelaba. Por fin, cuando llegó a la V, encontró los datos y lloraba de la alegría, más cuando le di unas monedas para llamar.
Fueron muchas experiencias. Además de todo lo que ocurrió con mi salud, además del corazón, tuve otras desavenencias. Un día me salió un cálculo en el riñón y estuve a punto de ser operado. Mi papá se ofreció para donar uno de sus órganos, pero eso no fue necesario. Pasé varios días en el intensivo, sintiendo cómo mi corazón zumbaba como carro de Fórmula 1.
Durante una semana me tocó en una habitación con otros dos pacientes. Uno de ellos, el del fondo, escupía todo el día. Yo debía cubrirme con mi sábana, pues la brisa circulaba por todo el cuarto; pero otro, con una enfermedad en el colon, se cansó una mañana y lo amenazó: si seguía escupiendo, se le iba a desaceitar la máquina del cerebro y se quedaría loco. Santo remedio. Aquel dejó de lanzar gargajos a diestra y siniestra. Felicité al filósofo de hospital y cuando terminé, me dice: «Imagínese que la saliva es como el aceite de los carros y si se acaba, se funde el motor. Eso le pudo pasar a ese cuate».
Una tarde me llevaron unas flores. Cuando leí la nota decía que era para Francisco, pero de otro apellido. Indagué con las enfermeras, hasta que me dijeron dónde ubicarlo. Les pedí a varios de mis colegas pacientes que me acompañaran, de tal manera que cuando arribamos a la sala de cirugía caminábamos como 16. Uno de ellos era el infaltable Tepocate. Lo bauticé así porque era flaco, pero tenía barriga de un pre-batracio. Por cierto, él me confesaba que llevaba seis meses internado y se que se enfermaba «de todo» porque le resultaba mejor económicamente, pues comía y recibía plata, pero no asistía al trabajo.
Cuando llegamos a donde estaba don Francisco, acababa de fallecer. Dos de sus familiares lloraban junto al cuerpo. Les entregamos las flores y dimos las respectivas condolencias. Luego enfilamos todos a la morgue.
Cada uno de la comitiva regresó a su cama. Yo, claro, me recosté. Leía una novela sobre la conquista del Anapurna. Me cubrí con la sábana y eché a llorar por todos los colegas pacientes que morían diariamente, incluso don Francisco, a quien no conocí, pero llegué a tenerle mucho cariño.
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¿Quién es Francisco Alejandro Méndez?