Con el pretexto de que un 5 de mayo de 1818 nació Karl Marx y a propósito de que en este 2017 se cumplen 150 años de la publicación de El capital —que el propio Marx calificó como «un misil a la burguesía»—, pienso que no está de más repensar en la vigencia de esta obra y en lo que puede aportar a nuestra dura actualidad —no solo el pensamiento marxiano sino toda esa tradición marxista—, alejándonos, claro está, del reduccionismo eurocéntrico con el que algunos entienden este pensamiento. Dejar la teoría dura y profunda únicamente del lado europeo es un prejuicio colonialista, pues se ignora que en el continente americano han habido y aún hay marxistas, que lejos de cualquier tipo de dogma, aportan un pensamiento contextualizado a su tiempo y espacio.
Y es que el marxismo es más que una teoría económica. Es también un planteamiento crítico de la dominación política, una filosofía de la praxis, una forma de analizar la historia y a los sujetos que la construyen, una manera de ver la vida. Es un método para comprender de forma radical cómo funcionan esas complejas relaciones indirectas en el capitalismo y así entenderlo como un producto histórico que no es eterno ni inmutable, sino superable. Es así como se puede decir sin temor a equivocarse que toda teoría económica, social y política después de Marx y Engels, de alguna u otra forma, ha tenido que tratar con esta tradición de pensamiento, por lo que lejos de idealizar a un Marx que iba al baño como todos, pienso que se trata de valorar su gran aporte a la teoría crítica, al pensamiento humano y a lo que hoy entendemos como práctica —en el sentido más profundo— de la resistencia hacia un sistema como el imperante hoy en día.
Tras la caída del muro de Berlín y con la introducción del neoliberalismo en Occidente como sistema económico, y el posmodernismo como corriente cultural, se comenzó a hablar y a escribir desde una postura que corresponde a la ideología hegemónica: que la historia ha llegado a su fin, que las ideologías son innecesarias y que el sujeto político e histórico —es decir, esa clase social cuya fuerza y levantamiento pueden realizar cambios sociales profundos— ha muerto. Entonces se piensa que todo lo que huela a marxismo es anacrónico y atrasado cuando en realidad el mundo actual, dentro de su barbarie y desigualdad evidentes, se parece mucho más a lo que declararon Marx, Engels y muchos que los sucedieron en esta corriente que a lo que han profesado los economistas burgueses, tanto de siglos anteriores como los contemporáneos.
Esto ocurre en tiempos donde es clara la necesidad de luchar por cambios profundos para ir buscando nuevas formas de conducirnos en la vida —formas mucho más humanas y comunitarias—, erradicando esas prácticas y preceptos impuestos por la lógica de mercado y capital en tiempos como estos, en que las luchas se encuentran fragmentadas por la tergiversación de la multiculturalidad y multiplicidad. Es necesario entender que el sujeto que se requiere es plural.
El marxismo continúa siendo una herramienta radical que aporta valiosas directrices, aunque tampoco está escrita en piedra y se puede articular con otras corrientes. Por otra parte, continúa siendo esa filosofía que suelen intentar erradicar como a ninguna otra —y por algo será—. Considero imperante abordarla y escudriñarla de forma profunda, despojándonos de los prejuicios, y de ahí ya se podrá asumir una postura con la propiedad que da el conocimiento honesto acerca de algo.
En mi caso, pienso que las corrientes teóricas que proponen filosofías de vida emancipadoras son herramientas fundamentales para llegar a pensar por uno mismo y conducirnos de forma más autónoma, alejados del ánimo de rebaño pero además escuchando otros pensares que constituyen una historia colectiva —que viene a ser la misma historia del pensamiento desarrollado por la humanidad—, así sin dogmas ni relaciones pasionales con los pensadores, sino valorando las corrientes que han creado y que han impactado en el mundo para construir, en la medida de lo posible, las propias ideas y el propio andar; y de esa forma —parafraseando al buen Marx—, reconocer que no hay nada que perder más que nuestras cadenas.
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