La calle como filosofía


Sergio Castañeda_ Perfil Casi literalSalir a la calle en un contexto como el de este país representa de por sí un acto de valentía. La calle nos observa, nos enseña y puede llegar a golpearnos si no aprendemos de ella. Es ese microcosmos que transcurre entre risas, nostalgias, albures y neurosis de quienes deambulan en ella conformando su característica convulsión constante y donde podemos vernos en cualquier momento, digámoslo así, desnudos. Todo aquel cuya voluntad lo empuje a la curiosidad y a escudriñar honesta y profundamente la diversidad de acontecimientos de la existencia, necesita un poco de ella.

Entendemos por calle al paraguas conceptual que va más allá de una determinada delimitación espacial (aunque claro, es en ese espacio donde se disputan estos conceptos), al conjunto de códigos y conocimientos que se van adquiriendo a través de vivencias en las cuales la condición humana afila su instinto de supervivencia y activa en modo de alerta su racionalidad para el resguardo de su integridad en terrenos poco confortables y donde la vulnerabilidad está —literal y metafóricamente— a la vuelta de cualquier esquina; así como también a esa agudeza de criterio para reconocer los riesgos que valen la pena y la vista de águila para la precaución necesaria. Denominamos como calle, pues, a un tipo de posicionamiento existencial basado en prácticas de viveza, improvisación y carácter —en todo tipo de terreno y a cualquier hora del día— producto de aprendizajes empíricos, prácticos y racionales en definitiva: psicológicos y filosóficos que, evidentemente, no se enseñan en el claustro y difícilmente se encontrarán en algún libro de ciencia formal.

Y es que si bien hay distintos códigos de calle en la diversidad de rincones del planeta, el conocimiento general que esta da es efectivo de forma global. La calle, como dicen, da mundo. No hay mejor entrenamiento para el carácter que ella. La calle es, entre muchas cosas más, viciada y oscura, estados necesarios para quien desea alcanzar claridad y fuerza. A la existencia le resulta enriquecedora. Claro, la moral imperante que busca uniformar y reprimir nuestra naturaleza desde siglos atrás aborrece las “malas costumbres” que se puedan aprender en cualquier banqueta.

Desconocer el camino de vuelta tras la estadía en algún barrio y emprender el acto de averiguar qué tipo de transporte te llevará de regreso. Sensibilidades a flor de piel tras haber librado con un poco de éxito una riña en cualquier bar. Sonreír triunfantemente cuando se logra darle vuelta a una conversación con algún desconocido que buscaba “trabajarte” o, más cansado aún, caminar muchas cuadras en el silencio de la madrugada e incluso dormir donde se pueda. Son, sea como sea, algunos ejemplos de gajes cognoscitivos del tema en cuestión. La calle nos pone los pies en la tierra, nos hermana o nos hace encontrar a nuestro “tata”. La calle nos hace salir del centro, del yo, pues en ella siempre debemos tener en cuenta a los demás, a los otros.

En ella es posible observar y comprender multiplicidad de criterios, necesidades, formas de vivir en el mundo, percibirlo, verlo. Claro, el mercado y capital que muta y se transforma nos vende una máscara de la calle que se ha creado desde la cultura light como un banal espacio de gagsters, autos y putas que, por supuesto, aparecen ahí pero como un problema estructural y no como célebre portada de disco. La calle es ese aprendizaje diverso que conlleva riesgo por el latente contacto con lo desconocido y que desarrolla capacidades para danzar con pies ligeros en diversidad de situaciones.

La calle, entendida desde esta concepción, es prácticamente un diálogo-aprendizaje permanente que bien podría circunscribirse a escuelas filosóficas clásicas, pues nos invita a deconstruir prejuicios, nos estimula a buscar diversas sendas de gozo, nos lleva a ver la realidad de los otros por muy cruda que sea y porque a través de sus ritos puede despertar un nivel de conciencia que artistas, pensadores y docentes envidiarían por su antimétodo y efectividad.

Es bueno hacer filosofía y arte como los cánones dictan, pero también es bueno hacer filosofía y arte sin desarrollarlas estrictamente bajo dichos cánones. La calle es eso: pura filosofía en la práctica, puro arte en movimiento para quienes apostamos por realizar de nuestra vida una obra artística donde desafiamos los límites de la realidad desde la fusión paradójica de riesgo y prevención —porque la calle es eso: pura astucia e inteligencia—. La calle nos traza el sendero para agotar el campo de lo posible, para encarar la vida desde el desarrollo de diferentes experiencias, sensibilidades y descubrimientos que conforman conocimientos que quizá nunca imaginamos y los cuales no pueden ser adquiridos en aulas cerradas ni con jerarquizaciones académicas.

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