Belleza en los ojos de quien la mira


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalUno de mis muchos gustos culposos son las comedias románticas dosmileras. Especialmente culposo resulta Amor ciego (2001), una olvidada —y cancelada— película que expone a la perfección una visión social cada vez más ajena a nuestros discursos modernos.

La trama de Amor ciego es tan simple que roza lo banal. Hal (Jack Black) vive una vida superficial e infeliz. Tony Robbins lo hipnotiza para que vea la belleza interior en lugar de la exterior, lo cual hace que Hal se enamore de Rosemary (Gwyneth Paltrow), una bondadosa y altruista mujer con obesidad mórbida. El final feliz llega cuando Hal, a pesar de ya no estar hipnotizado, llega a amar a Rosemary por su personalidad.

Si acaso la ejecución es torpe y descuidada, el mensaje parece inocuo. Se trata del viejo adagio de que la belleza está en los ojos de quien la mira, que el interior importa más que el exterior. Lo que hace que la película se sienta obsoleta no son tanto los chistes subidos de tono (que sí los hay) sino la idea de que Rosemary no es superficialmente bella.

La belleza física se presta para ser un tema delicado. Una sociedad basada en valores de igualitarismo y autodeterminación no tolera la idea de una aristocracia estética basada en loterías genéticas. Pero si bien en sus orígenes el movimiento body positive se enfocaba en desligar la atractividad del valor de una persona (algo así como lo que intenta hacer Amor ciego), la tercera ola del movimiento vuelve a centrarse en la apariencia física. En el análisis progresista el problema no es la superficialidad, sino que la superficialidad no sea lo suficientemente incluyente.

Ya no hablamos de proporciones áureas ni de psicología evolutiva. Estos conceptos se han osificado en lo que ahora llamamos cánones eurocéntricos y estándares de belleza irreales. La idea de la belleza como perfección de forma —observable y sistematizable— ha sido reemplazada por la del popular slogan «Todos los cuerpos son hermosos». Lo que empezó con la campaña Real Beauty de la marca Dove (2004), que mostraba cuerpos diversos bajo la etiqueta de belleza real, ha terminado con reinas de belleza plus size y artistas con sobrepeso declarándose a sí mismas el estándar de belleza.

No es mi lugar opinar sobre la apariencia de Lizzo o Jane Dipika Garrett. Más bien me pregunto cómo sabemos que son bellas después de haber deconstruido tanto el concepto. La única definición operativa de belleza que tenemos tiene que ver con perfección o armonía de formas, y la misma implica una escala de valor. ¿Para qué hablar de belleza si no tenemos un criterio para evaluarla? ¿Para qué tener certámenes o siquiera darle un cumplido a alguien por su apariencia, si todos los cuerpos son hermosos?

He ahí la gran paradoja de nuestra cultura actual. Nos negamos a restarle importancia a la belleza, pero huimos de sus implicaciones elitistas. Nos dejamos seducir por las tentaciones de la vanidad pero no aceptamos ser criticados por el ojo colectivo. Los grandes ganadores de esta fórmula incoherente son las marcas de ropa y cosméticos que pueden dejar de fingir que su negocio no es superficial y abrazar la superficialidad como empoderante. La belleza, por mucho tiempo considerada un regalo inmerecido que había que tratar con recelo y cautela, ha sucumbido bajo la falsa democracia de las redes sociales y las tarjetas de crédito.

[Foto de portada: Alexandr Ivanov]

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