Existe entre ciertos lectores una creencia silenciosa, una jerarquía implícita que ubica a la novela como la forma literaria por excelencia. Si bien el teatro y la poesía, por sus características peculiares, escapan de una comparación directa con la novela, el cuento se suele considerar a su lado como una forma de narrativa menor.
Aunque nadie lo diga abiertamente, la suposición está en todas partes. Los cánones críticos y comerciales rara vez incluyen colecciones de cuentos en sus listas. De los 117 ganadores del Nobel de Literatura solo 39 cultivaron el cuento y apenas tres de ellos —Rudyard Kipling, Iván Bunin y Alice Munro— lo hicieron como forma principal. A nadie se le ocurriría reprocharle a George Orwell o a Jane Austen nunca haber escrito un cuento, pero se sigue hablando de la novela que «le faltó» a Borges.
A simple vista podría parecer que hay una explicación razonable. Escribir un cuento es, en términos de tiempo, más fácil que escribir una novela. Esto significa que hay más cuentos que novelas y, por ende, más cuentos malos que novelas malas. Asimismo, el hecho de que muchos escritores como Truman Capote comenzaron sus carreras con una «fase» de cuentistas antes de alcanzar la cima como novelistas da crédito a la idea de que el cuento es un primer paso en el camino hacia la novela.
Pero todo esto ocurre bajo un malentendido general, que es que ambos géneros cumplen la misma función. Si la novela funciona acumulativamente y se beneficia de una gran variedad de ubicaciones, personajes y líneas de tiempo es porque su tarea es reflexionar sobre la condición humana; describir sucesos y explorar a través de su interacción con los protagonistas algún aspecto del carácter humano. Por grande y necesaria que sea, esta no es ni debe ser la tarea del cuento.
Al comenzar a leer cuentos con atención lo primero que notamos es que las ausencias son más importantes que las presencias. En palabras de Harold Bloom, el cuento se mueve en lo tácito; le exige al lector que sea proactivo y llene esos espacios con su propia imaginación. Los personajes y eventos del cuento no están completamente formados como en la novela porque su objetivo no es describir sino sugerir; abrir un túnel entre el lector y un infinito de posibilidades, ya sea en lo mundano como Chéjov o en lo desconocido como Borges.
En este sentido se ha dicho que el cuento está más cerca de la poesía que de la novela, pues lo que está en juego no es la narración y su conclusión sino el ritmo, la cadencia y los sentimientos que se manifiestan como pregunta abierta en el lector. El cuento rara vez debe preocuparse con muchos detalles, simbolismos, historias de fondo o juicios morales, pues su forma demanda una máxima economía y una exploración profunda y obsesiva de un solo evento. Esto lo podemos ver en cuentos de Kafka como «El silencio de las sirenas», que es capaz de estremecernos en solo media página, o «La verdad sobre Sancho Panza», cuyas cinco líneas lo acercan al aún más incomprendido género de la parábola.
En manos de un buen escritor, la corta extensión que muchos perciben como su debilidad se convierte en una de las mayores fortalezas del cuento. Cortázar decía que la novela gana por puntos y el cuento por nocaut, lo cual enfatiza no solo la precisión y cuidado con la que el cuento debe proceder, sino la potencia con la que debe terminar. Aunque en el arte nunca hay leyes escritas, los mejores cuentos suelen cerrar de manera climática y contundente, germinando intencionalmente una semilla que fue plantada desde la primera línea. Aquí es donde suele ocurrir la magia del cuento, cuando el final se alinea con el principio y somos capaces de percibirlo como un todo estático; una fotografía cuya composición enmarca algo universal y fundamental.
Podemos especular que la aversión al cuento tiene la misma fuente que la aversión a la poesía o incluso a la novela experimental: una cultura obsesionada con la trama. En un mundo que aborrece los finales abiertos y le tiene pánico a los spoilers no es de extrañar que muchos lectores prefieran las certidumbres narrativas del thriller, de la alta fantasía o de la novela histórica. Afortunadamente existen maestros del género como Clarice Lispector, Augusto Monterroso, Flannery O’Connor, Kevin Barry y Mariana Enríquez, de cuyas manos podemos finalmente entender el cuento como una forma esencial; una forma que tiene sus propias exigencias y recompensas y que, cuando se logra bien, está al mismo nivel que las mejores novelas.
Ver todas las publicaciones de Rodrigo Vidaurre en (Casi) literal