No es coincidencia que en nuestro imaginario colectivo todas las revoluciones hayan sido guerras justas contra sistemas opresivos. Cuando la historia la escriben los ganadores, los buenos siempre ganan; o más bien, los que ganan siempre son buenos.
Los contrarrevolucionarios son malos porque los perdedores no hablan; los ganadores hablan por ellos. Y lo que dicen es que los malos son malos, que lucharon contra el pueblo, contra la razón y la justicia, para preservar sus oxidados privilegios. Esto lo escuchamos sobre los enemigos de toda revolución, pero ¿qué dirían los contrarrevolucionarios si pudieran hablar por sí mismos?
La Guerra de la Vendée (1793-1796) fue, junto a la Guerra de los Chuanes, el mayor levantamiento armado contra la Primera República Francesa. La insurrección estalló en el departamento occidental de la Vandea como reacción a las medidas centralizadoras y secularizantes del gobierno republicano. Si bien es cierto que el clero y la aristocracia formaron parte importante de la oposición, es ingenuo reducir su posición a una simple defensa de sus privilegios. Ante un régimen jacobita que decapitaba monarcas y asesinaba sacerdotes habría sido un suicidio no defenderse con la fuerza.
Por otro lado, unos cuantos nobles y párrocos no hubieran podido montar una resistencia significativa. La razón por la que la Vendée se convirtió en el dolor de cabeza de los generales republicanos es porque alrededor de cien mil campesinos armados se unieron a la revuelta. La historia ilustrada —la historia ganadora— no puede concebir al pueblo alzándose contra una supuesta «revolución del pueblo», así que recurren a la fácil explicación de que los campesinos fueron manipulados en contra de sus propios intereses. La historia ilustrada se rehúsa a aceptar que el pueblo no es tonto y verlos como lo que eran: católicos devotos apegados a su estilo de vida que se negaban a ser reclutados forzosamente por el ejército republicano.
Otra cosa que a la historia ganadora no le gusta contar es la magnitud de sus crímenes. Incluso hoy se habla de la Guerra de la Vendée (cuando siquiera se habla de ella) como un conflicto sangriento donde ambos lados cometieron atrocidades. Rara vez se dice que las peores atrocidades las puso el bando revolucionario. Las infames columnas infernales fueron una táctica de tierra quemada empleada por el General Turreau que exterminó a gran parte de la población civil de la Vandea, al punto que algunos historiadores —los honestos cuando menos— lo consideran uno de los primeros genocidios en la historia europea.
¿Qué hubiera pasado si las contrarrevoluciones francesas hubieran triunfado? Posiblemente escucharíamos sobre cómo un campesinado católico amante de su tierra, sus tradiciones y su autonomía triunfó contra un estado policial ateo, sediento de sangre y poder. Posiblemente nadie conocería a Robespierre y a Marat (salvo quizá por sus crímenes), pero todos admiraríamos el heroísmo de Cathelineau y De la Rochejaquelein. No hay duda de que si los ganadores hubieran sido otros, los buenos serían distintos.
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