Debo aclarar que esta columna se escribe en varios saltos cuyo recorrido la dibujan. 45 años más tarde del golpe de Estado en Chile, el editor de esta revista preguntó en un chat a sus columnistas quién quería entrevistar a una persona que militó en aquella época. Lo que llamó mi atención fue que Alfonso Guido, que cuida tan bien sus palabras, usara la palabra anarquista. Subí el pulgar y el maestro me otorgó la pieza de investigación.
La anarquista chilena se llama Victoria, pero todo el tiempo la llamamos Vicky. Ya desde ahí me alerté, pues que una mujer no usara ese nombre tan poderoso tenía para mí una extrañeza. Luego de un par de días logramos acordar una entrevista por medio de cámaras conectadas a través de internet. Un mediodía a las dos de la tarde iniciamos el viaje por el tiempo. Ella vive ahora en un lugar de Europa, un país socialista muy exitoso. Estaba sentada en un sofá de colores tierra, fumándose un cigarrillo, y muy alejada de la cámara al punto que no podía ver muy bien sus facciones. Yo, en cambio, estaba muy cerca, quería, necesitaba acercarme lo más que pudiera a esta misteriosa mujer para contar su historia. Jamás vencimos la distancia y fue por ello que esta columna ha tardado más de año y medio en salir a la luz. No lo lamento. Así debía ser, una espera inconsciente.
Victoria, en 1973, era hija y hermana, también estudiante y una artista en ciernes. No con pocos reparos logré enterarme en la entrevista que su familia era de clase alta; o media alta, por lo menos. Su padre estaba metido en política, era uno de los hombres de confianza de Allende, uno de los pioneros del movimiento socialista en Chile.
La intelectualidad de aquellos días nacía en el seno de la academia y la misma sociedad a la que criticaba. Su hermano mayor seguía sus pasos como dirigente estudiantil. Vicky era una pequeña rebelde que seguía a su manera aquellos brillantes caminos, tocando su guitarra en pequeños actos para acompañar con canciones de protesta la truncada revolución chilena de aquellos días, música que todos conocemos por su belleza y contenido. Era una chica muy popular y alegre que rompía con el esquema familiar de la mujer en la casa y los hombres en la calle. Eran gente buena, civilizada, adelantada a su tiempo o con una antigüedad tal como la del pueblo Mapuche. Así de extraordinaria es la edad humana.
Cuando ocurrió el golpe, Victoria estaba justo frente al palacio de La Moneda (sí, el peor lugar para que aquello te agarrase). Estaba con otros compañeros del movimiento anarquista que, durante el mandanto de Salvador Allende, en las noches funcionaba como grupo de choque para los ultraderechistas que intentaban violentar a la población. Es decir, Victoria andaba armada. Y fue cuando me contó esto que Victoria mostró su sentimiento de angustia inolvidable.
Fue entonces que cuando por sobre sus cabezas pasaron los aviones y las tanquetas se les acercaron apuntándoles. Ella tuvo tiempo, sin poder evitar que todo el cuerpo le temblase de manera incontrolable, para deshacerse del arma en una de las jardineras colocadas en la plaza en esa época. Ninguno de los muchachos allí presentes tenía entrenamiento o cabeza para parapetarse y combatir heroicamente aquella injerencia directa sobre su historia. Tiraron las armas y la leyenda esperanzada era que estaban allí reunidos para irse a la Universidad todos juntos. A Victoria no la llevaron al Centro de Detención en el Estadio Nacional de Santiago, sino a una casa secreta manejada por la Inteligencia del Estado. Cuando le pregunté si la habían violado, de tajo me dijo que no y lo repitió muchas veces con una audición que me hizo dudar hasta ahora.
Y es aquí donde quiero detenerme en este octubre-noviembre de 2019 donde escribo por fin la columna sobre Victoria y que por azares recobra nueva vida ya que fue allí donde nos quedamos real y metafóricamente, como en una carrera de relevos o la continuación de una escena de un viejo filme. Cuando ella tiró su arma y fue llevada a un centro de detención clandestino se activó un portal que reapareció en la revolución latinoamericana y chilena de este octubre que recién vivimos. La frecuencia del tiempo, como en resumidero o torbellino, hizo que al despertar de nuevo ese momento los estudiantes de secundaria y los jóvenes del SENAME reiniciaran la revolución social y emocional en Chile.
No son muchachos socialistas ni anarquistas, ni muchachos que vivan en Las Condes; no son producto de una reflexión sino de la más flagelante injusticia económica y social que dejó como herencia el general Augusto Pinochet, que impidió que Chile se convirtiera en un país modelo y exitoso del socialismo como en el que ahora vive Victoria.
Acá introduzco un paréntesis para hacer notar esto último que digo. Estados Unidos, pudiendo hacerlo, jamás invadió Cuba, donde un dictador arrogante y machista como Fidel mantuvo una dictadura al estilo estalinista, pero sí bombardeó al socialista y democrático Salvador Allende, que comenzaba en Chile una exitosa conversión socioeconómica que pudo haber convertido a ese país —por sus características antropológicas, incluso— en otra Finlandia o una verdadera Araucanía.
Pero regresando a La Moneda, al capítulo sangriento de septiembre de 1973, y metiéndonos dentro de la jardinera aquella donde Vicky tiró su arma, podemos ver que esta echó raíces y ahora la recogen sin miedo y como fruto sus pares estudiantes de este 2019 para enfrentar —de la forma más aguerrida e inusual para el promedio de los chilenos— la guerra que comenzaron las élites mundiales y locales contra el pueblo en 1973 y aún mucho antes, siempre, eternamente. El miedo comprensible de aquellos jóvenes anarquistas y socialistas, su vergüenza entera ante la derrota, esa impotencia, es levantada 46 años después por los mismos sectores estudiantiles de las clases bajas.
Al hermano de Vicky y a su padre los torturaron y sus vidas jamás volvieron a ser las mismas. Ella logró salir de la «casa de seguridad» y, convertida en fantasma, con unas amigas y su novio, partió a una región rural de Argentina para trabajar como peleteros.
Poco les duró allí la tranquilidad, pues los vecinos inventaron historias sobre ellos: que eran unos anarquistas que planeaban sabotajes y actos terroristas para desestabilizar el gobierno del dictador de extrema derecha, Rafael Videla. La gente no entendía que todo el movimiento social al que ellos representaban no creía en la violencia como el camino y que serían incapaces de violentar algo, tampoco que para aquella sociedad chilena eso era una vía cerrada.
Y eso me trae de nuevo a este año, cuando el todavía presidente de Chile, Sebastián Piñera, apareció en la televisión diciendo que estaban en guerra contra una turba terrible, capaz de todo. El político y su equipo, la élite a quien representa, está consciente como si él mismo hubiera planeado el trauma histórico de la sociedad chilena que aún se autoculpa de haber pretendido una revolución que terminó en exiliados y un baño de sangre.
Aún escucho a mis amigas en Facebook gritar que ellas no están en guerra, que el guerrerista es el Estado; y es correcto, pero en el fondo no aceptan que tienen que hacerle la guerra al Estado y a los poderes antes de que estos las maten de hambre y las desalojen.
El trauma es profundísimo. Y es por ello que Vicky jamás me envió fotos ni nombres como se los pedí, para darle un rostro a su historia. Victoria quedó embarazada de su novio en la Argentina y logró conseguir ayuda para exilarse en un país socialista europeo. Parte de su familia no quiso irse lejos y se exilaron en Venezuela, pero ella no confiaba ni siquiera en Cuba. Era anarquista, pues sabía que a la América Latina no la dejarían jamás buscar sistemas de vida más justos y equitativos.
En aquel país europeo Vicky decidió olvidar lo trágico y aprender rápido a ser una ciudadana. Por un tiempo ganó mucha plata como cantante de música revolucionaria chilena y ahora es abuela y sindicalista. Cuando la entrevisté me contó con una sonrisa amplia que acababa de ganar su primera batalla sindical a los sesenta años.
He querido escribir esta columna para decirle Victoria y no Vicky, porque ella es una victoria y siempre lo fue. También para conectarla con los hechos que ella muy seguramente está viendo por las redes sociales y para decirle que aquello que no puede uno de nuestra especie en un momento dado, volverá al círculo del tiempo y que ese momento perfecto para ella y para todos los afectados por la dictadura pinochetista ha llegado; no con la venganza de los tribunales en manos de la misma impunidad, sino con el despertar furibundo y claro de un pueblo que quiere vivir dignamente.
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