Uriel Quesada —el que gana dinero para que yo escriba— recibió una encuesta sobre nuevas tendencias en la educación universitaria. La envió SACSCOC, la agencia que acredita a la universidad donde trabaja Quesada. «Nada que llegue de esa gente es inocente», pensó. «¿Qué habrá detrás de este sondeo?» En estado de alerta, Quesada buscó ayuda para responder las preguntas y se puso manos a la obra.
La encuesta abordaba tres temas: inteligencia artificial, microcredenciales, y educación y participación ciudadana. Los acreditadores querían saber sobre políticas e iniciativas educativas; es decir, hasta qué punto cada uno de los temas insuflaba la vida académica de la institución. Quesada tenía mucho que decir sobre las microcredenciales. Su universidad ofrecía badges, así como certificados y diplomas de pocos créditos que eventualmente podrían llevar a credenciales más tradicionales como una licenciatura o una maestría.
La inteligencia artificial había estado en boca de todos y, luego de investigar un poco, Quesada se dio cuenta de que su uso estaba muy extendido en distintas áreas de su institución, excepto la enseñanza misma. Una política interna reciente restringía el uso de ChatGPT en los cursos, pero no había iniciativas claras para incorporar de pleno la inteligencia artificial en las carreras. Por el contrario, el sentimiento de muchos era que se estaba librando una lucha de trincheras contra un enemigo muy superior. «Guerra perdida», sentenció Quesada antes de abocarse al tema de educación y participación ciudadana.
Aquello era otra cosa, no las clases de civismo de la primaria o la secundaria. SACSCOC no daba definiciones, pero a todas luces su interés eran las habilidades que los ciudadanos necesitaban para participar de manera informada y efectiva en una sociedad democrática y civil. «¿Era parte del plan estratégico de la universidad?», interrogaba la encuesta. «¿Algún coordinador o comité dedicado a la educación y la participación ciudadana?»
Diecinueve preguntas en total. A casi todas, Quesada contestó «no». Luego tuvo sus dudas. Sí, la universidad tenía una tradición de trabajo comunitario. Él mismo había participado en proyectos con sus estudiantes, pero quizá las preguntas se referían a otra cosa: al creciente clima de intolerancia, a las «verdades alternativas», a la demonización de los movimientos sociales y al acceso al poder que, por vías democráticas, habían logrado grupos de extrema derecha (esos nuevos cruzados de las guerras culturales). «En lugar de más estructuras burocráticas, ¿no sería mejor darles un impulso a las humanidades?», se preguntó Quesada. Esa sí era una guerra de trincheras: la descalificación de las humanidades como carreras inútiles e irrelevantes, el apoyo a las carreras profesionales en detrimento de disciplinas holísticas que ofrecían herramientas de pensamiento crítico e independencia intelectual.
Muchas universidades a lo largo de Estados Unidos están cerrando sus programas de humanidades por falta de estudiantes o por problemas presupuestarios. En otras, las disciplinas humanísticas apenas sobreviven como un apéndice de las carreras «útiles». Tampoco se puede olvidar el constante y feroz ataque a la educación superior y, en particular, a todo lo que no tiene una conexión directa y clara con el mercado.
Entonces, «¿Cómo relanzar la educación y participación ciudadana sin las humanidades?», se preguntó Quesada. Yo le contesté que quizás la encuesta de los acreditadores era una llamada de atención, una excusa para traer el tema de nuevo a discusión y replantearse estrategias. Al fin y al cabo, hablábamos de nuestra propia guerra de trincheras.
Quesada suspiró y dijo que sí, que debíamos hablar más del asunto. Luego apretó el botón de envío y la encuesta desapareció de su pantalla. Como respuesta, recibió de SACSCOC un mensaje que decía «¡Felicitaciones! Encuesta enviada correctamente».
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