Seres migrantes


Noe Vásquez ReynaMigrar tiene la definición de trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente. Llegar para habitar, habituarse a un lugar con condiciones diametralmente distintas a las del origen puede tener sus choques: el clima, la comida, la movilidad. Para muchas personas latinoamericanas que migran a Europa también puede tener respiros: salir de la violencia tan obvia como latente. Sin embargo, las circunstancias también ofrecen matices: la mayoría de las personas que atienden las cafeterías o los supermercados, o que trabajan como albañiles en la restauración de edificios, son latinoamericanas.

Escribo esto porque permaneceré durante una estancia corta fuera de mi país, Guatemala. Es la primera vez que llego a Madrid; no para hacer turismo o disfrutar de vacaciones. Llevo poco más de dos semanas habituándome a mapas, a la moneda, a sobrellevar lo cotidiano. Como es mi costumbre, camino para explorar, sentir, apreciar, diferenciar, aprender y aprehender la ciudad. Como cualquier otra, esta ciudad tiene sus luces y sus sombras. Es una ciudad neurálgica, en algunos puntos angustiosa, moderna, acelerada. En otros, es apacible, nostálgica, con una quietud hermosa. También es una ciudad vibrante, con sus ruidosas terrazas en cualquier esquina, donde las culturas se rozan. Aún no sé leer bien si existe ósmosis; es lo más probable.

Sé que he migrado en condiciones distintas y privilegiadas respecto a aquellas que ya tienen un permiso de trabajo y/o de residencia, eso también es muy claro. También han caído sobre mí miradas que delatan en otros y otras la extrañeza que les provoco. Imagino que piensan —también puedo imaginar diálogos inexistentes, como cuando imaginamos las sirenas—: «Otra/otro migrante. Y este, de dónde; cuánto tiempo se quedará…».

Entre latinoamericanos, como seres migrantes, nos reconocemos; pero no hacemos comentarios al respecto. Quizá no ha habido suficiente tiempo. Hay algo que me pasa esta vez, y es que escucho lo que dice la ciudad durante las dos horas de mi desplazamiento por los paseos hacia el «centro histórico», como le llamo yo. Es decir, que he podido captar mensajes de los habitantes en sus monólogos, hablándole a alguien virtualmente mientras caminan o terminan de llegar a sus destinos: que las alzas, que el desempleo, que la incomodidad, que el alto precio del aceite de oliva, que la guerra de Ucrania, que Gaza, que el frío descenderá más, que el COVID-19 vuelve. Lo cotidiano se me dibuja cuesta arriba para los nativos del lugar. Automáticamente, mi pensamiento quiere imaginar lo que dicen las personas de Latinoamérica (que aún me parecen muy silenciosas).

Tengo la dicha de que esta temporada la compartiré con personas de muchos países latinoamericanos. Sentí un alivio compartido al conocerlas, saber que han sentido las mismas incertidumbres y sensaciones. En este grupo nos une más que el objetivo que nos ha traído: nos une el rechazo generalizado a temperaturas de una cifra. Nos une una lengua con sus variantes y algo más que no imaginaba antes: todos podemos ser seres migrantes alguna vez.

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