Antes se decía que los hombres no deben llorar. Quizás a más de alguno de nosotros nos tocó escuchar ese adagio de boca de nuestros padres o abuelos. Ahora se dice que los hombres sí lloran. La cultura actual, en su obsesión con la autoexpresión y los sentimientos, nos invita a mostrar nuestras emociones más vulnerables. Es normal entender este desarrollo como uno lineal; pensar que se trata de una evolución moral y cognitiva en la cual la teleología progresista derrota una vez más a las gastadas moras conservadoras. La realidad, como siempre, es mucho más compleja.
Es cierto que la idea de que los hombres debemos ocultar y suprimir nuestras lágrimas es bastante vieja. En La República, Platón dice que en una sociedad sana los hombres deberíamos ser maestros del duelo y la angustia y no sus esclavos. Séneca y los estoicos expresaron ideas similares, mismas que fueron retomadas por los pensadores del Renacimiento y, más tarde, los puritanos victorianos. Para todos ellos el llanto era algo primitivo e irracional, sino es que débil, cobarde e impropio en un hombre.
Pero aunque los apóstoles de las nuevas masculinidades nos quieran convencer de que han inventado el hilo negro, la historia está llena de grandes hombres llorando. Platón sabía muy bien que, en la antigüedad clásica, que un hombre llorara era considerado noble y virtuoso. La imagen de Áyax, Aquiles y Antíloco llorando «incontrolablemente» por la muerte Patroclo estaba tan presente en las mentes griegas como la de Ulises llorando «como una viuda» al escuchar canciones sobre la guerra. Quizás por eso Alejandro Magno no tuvo miedo de llorar en la anécdota de Plutarco sobre los mundos que quedan por conquistar.
Al igual que los paganos, los cristianos entendían que llorar es cosa de grandes hombres. Las Escrituras están llenas de ejemplos: Job (Job 16:20), José (Génesis 43:30), Jeremías (Jeremías 9:1), Pablo (Hechos 20:19) y Juan (Apocalipsis 5:4), por mencionar algunos. El mismo Hijo del Hombre lloró al contemplar Jerusalén (Lucas 19:41) y ante la muerte de Lázaro, momento que forma el versículo más corto de la Biblia: «Jesús lloró» (Juan 11:35). En su novela Camelot, T. S. White nos dice que Sir Lancelot lloró «como un niño golpeado» al presenciar su milagro y en la alegoría cristiana El señor de los anillos, Aragorn llora tras la muerte de Boromir.
Vemos ahora por qué la visión liberal del hombre que se rompe y se retira a su lugar seguro resulta tan poco atractiva. Se trata de un lenguaje terapéutico que reduce el llorar a una necesidad fisiológica cuyo único fin es la regulación emocional. Es una visión que no construye, no crea un puente entre el ser y el deber-ser y, por lo tanto, no trasciende. Este no es el llanto que glorificaban los antiguos, pues en la visión clásica las lágrimas no son una excusa para la debilidad sino una refutación de la misma; no un descanso temporal de las responsabilidades del coraje y el deber, sino su manifestación a nivel del cuerpo y el alma. Los grandes héroes de la historia y la mitología lloraban desde el fondo de su corazón, pero con esas lágrimas en los ojos amaban, luchaban y vencían.
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