El turno de la Bestia (VII: Bonus Track)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Estaba a punto de cerrar esta serie cuando el editor de estos artículos me envió un cordial correo electrónico proponiendo que la prolongara y eventualmente la publicara en libro. Inmediatamente después me envió este mensaje: «Posdata: por cierto, antes de que brinques, nada de esto que te estoy diciendo acá es mansplaining. [emoji sarcástico] No son más que sugerencias. Si no te apetece el proyecto, siempre está la opción de mandarme a volar y muerta la lora».

Fuera de la halitosa grosería que emana el mensaje, decidí que valía la pena analizarlo porque pienso que su subtexto refleja los estragos que nos ha provocado convertirnos en seres sociodigitales. Empecemos, ¿sí?

Términos como el mansplaining se popularizaron gracias a los medios digitales. De nuevo, su relativa apertura y alcance nos han permitido iniciar conversaciones que difícilmente habrían empezado en otro lugar y pocos sitios manejan un discurso espontáneo y joyceano como las redes sociales. La ventaja de traer a colación esta y otras microagresiones comenzó como un muy necesario llamado de atención. Muchas mujeres compartieron sus experiencias incómodas con la idea de ser escuchadas, inspirar un pequeño cambio y, sí: conmiserar un poco. Pero como manda la interacción solipsista, demasiados hombres lo tomaron como un ataque personal y no como una sugerencia para evaluar cómo se comunican. Tal como los alcohólicos de clóset miran con un desdeño hipócrita a los borrachos ruidosos, reaccionaron con un agresivo rechazo y la necesidad de justificarse hacia ellos mismos. Llovieron los blocks, insultos y subtuits.

Y tal como los racistas que inician sus comentarios discriminatorios recordándote que no lo son, cada vez he escuchado a más hombres (en línea y en vida real) defender sus opiniones como «no es mansplaining» o «no es acoso». Es bastante risible porque, uno, las excusas no pedidas son la culpa manifiesta; y dos, porque la aclaración solo sirve para acomodar su narrativa y derrota el propósito de comunicarse con la otra persona efectiva y honestamente.

Un reciente libro de Stephanie Grisham, exsecretaria de prensa de la Casa Blanca, relata la reacción de Donald Trump cuando, a inicios de su campaña de elección, surgieron rumores de un amorío entre él y la actriz porno Stormy Daniels. Antes de pensar en la reacción de los votantes conservadores, la revelación de esta indiscreción para con su esposa o las implicaciones legales que podría acarrear la controversia, Trump llamó urgentemente a Grisham para informarle que su pene no era ni pequeño ni deforme. Y quisiera reírme y señalar que esta es solo otra evidencia de la fragilísima masculinidad tradicional, pero luego pensé en cómo la persona de Donald Trump vino a modelar (o más bien reforzar) cómo nosotros construimos nuestra narrativa de identidad en un mundo cada vez más expuesto.

Creamos y preservamos las redes sociales y medios digitales porque queríamos expresarnos y conversar, pero, acaso porque no tenemos suficiente introspección o autoestima, cada vez tenemos más miedo de aceptar nuestra humanidad. Andamos de puntillas o, como el ejemplo del editor de este artículo, con la espada desenvainada, evitando que se nos imponga hasta el más inocente cuestionamiento. Y lo más irónico de todo el asunto es que no tenemos miedo de ofender con lo que decimos; simplemente tenemos miedo de que alguien, en cualquier momento, se atreva a pensar de forma distinta de nuestro ego.

Es muy triste que esta sea la mentalidad ahora: renegar y defendernos de la óptica ajena simplemente porque sabemos que existe y podría no ser favorecedora. No nos importa ser groseros, solo intachables y tibios. Alguna vez se pensó que las redes nos quitarían el tabú de ser nosotros mismos y adueñarnos de nuestras ideas y emociones, pero esa, quizá, fue solo la ilusión de antes.

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