En el torbellino informativo en el que vivimos, las guerras y conflictos emergen como titulares estremecedores, solo para luego desvanecerse con la misma rapidez con la que irrumpieron en nuestra dañada conciencia colectiva. Este rápido ciclo de atención no es más que un reflejo de la vorágine mediática que busca, incansablemente, la novedad sobre la profundidad. En este sentido, los medios muestran cómo y dónde caen las bombas, pero explican cada vez menos los porqués: qué motivó a un grupo de personas a tirar esas bombas.
Es aquí donde emerge la hipocresía de nuestra sociedad: nos consternamos ante la desgracia ajena, nuestros corazones se colman de solidaridad con las imágenes de terror que vemos en nuestros televisores y teléfonos… pero solo durante unos minutos. La indignación se convierte en una moda pasajera y efímera como una historia en redes sociales. Compartir una noticia desgarradora o conmovedora en Instagram es la nueva forma de rezar una vez y creer que hemos salvado al mundo. Nos escandalizamos, sí, pero ¿cuánto dura esa indignación? Hasta que otro titular, otra tragedia, otro escándalo, otra guerra y otros muertos nos roben el interés y desplace nuestra fugaz empatía (en especial si esos muertos creen en nuestro mismo Dios, tienen nuestro tono de piel o los colores de ojos que no tenemos, pero que nos gustaría tener).
El problema no reside solo en los medios; somos nosotros, los consumidores de noticias, quienes permitimos que esta rueda de olvido gire sin cesar, sucumbiendo ante lo inmediato y olvidando que detrás de cada noticia hay cientos de miles cuyo dolor no va a acabar al cambiar de canal o con un mensaje de solidaridad de un extraño en redes sociales al que, si le pusieran un mapa, sería incapaz de encontrar el país donde ocurrió la tragedia de turno.
Debemos cuestionarnos, entonces, sobre la autenticidad de nuestra preocupación. Si realmente nos importan las atrocidades y las guerras, deberíamos entonces esforzarnos por mantenerlas en nuestra agenda y exigir a los medios una cobertura continua y profundamente humana, que vaya más allá del sensacionalismo.
Así enfrentamos un desafío doble: luchar contra la amnesia colectiva y cultivar una solidaridad que no se agote al pasar de página. Solo entonces, quizás, podremos esperar un cambio real en cómo percibimos y reaccionamos ante las tragedias que sacuden nuestro mundo.
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