Bebé Reno: el trauma como producto


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Como una de esas personas que llaman «crónicamente conectadas», no puedo pasar más de unos días sin involucrarme en la siguiente sensación de Internet. Por eso dediqué una mañana completa a ver Bebé Reno, esta reciente serie de Netflix que no deja de suscitar los comentarios más polarizantes del discurso internetero.

Basada en la experiencia del comediante Richard Gadd, Baby Reindeer (título original de Bebé Reno) empezó como un one-man show y recientemente llegó a la infame plataforma de streaming como una miniserie que, dependiendo a quién le pregunten, es un thriller psicológico, un drama, una semblanza y una comedia negra por igual.

Ahora que la antagonista de la historia real se ha procurado su espacio en las telerevistas para explicar su lado de los hechos, no puedo dejar de pensar en la relación que tenemos con el trauma y la validez de transformar estas narrativas en entretenimiento. Mi respuesta corta para todo este debate es que sí: todos los artistas tienen el derecho de crear contenido sobre su experiencia personal sin reparar en realismo ni en la objetividad porque la obra se enfoca en su percepción de los hechos. No deja de ser incómodo decir «sentémonos con una cerveza a ver a este tipo contar cómo lo violaron», pero el objetivo final de un artista es conectar a través de sus ideas y emociones. El medio como elemento de comunicación, a la larga, contribuye un componente crucial al mensaje e imagino que debe ser profundamente liberador ver la herida transformada en un espectáculo encapsulado entre los disparates de The Office y Sex and the City.

Diferente de medios de expresión artística más acostumbrados a los relatos dolorosamente detallados de abuso, como la novela o el memoir, una serie de televisión incorpora múltiples ópticas e interpretaciones: desde los actores hasta los guionistas, pasando por sonidistas y camarógrafos. Se requieren docenas de personas para contar el relato en la sensibilidad, el lenguaje y la estética correcta para resonar con la audiencia.

Y eso me lleva a mi segundo punto de por qué algunas personas buscamos este tipo de contenido. Tal como sucede con las dos sitcoms que mencioné, las personas nos sentimos atraídas hacia aquello con lo que nos identificamos, ya sea una línea, una situación o un personaje. Hay una reconfortante validación en vernos como el otro de la ficción. Esa misma validación emerge de historias como la de Gadd en Bebé Reno, donde él mismo revela las peripecias que lo llevaron a cuestionar su valía, su seguridad y hasta su culpa. Las relaciones abusivas son más prevalentes de lo que quisiéramos admitir y muchas veces no se ven como la telenovela: con golpes y gritos a media calle. Nuestros abusadores son personas atractivas, inteligentes, divertidas y amigables. No nos ponen un dedo encima, pero saben minar nuestras inseguridades para corroernos desde dentro. Y lo peor es que muchas veces volvemos a encontrar a estos monstruos en ese ansiado e imaginado desenlace donde deberíamos enfrentarlos y reclamar nuestros daños, pero nos limitamos a un cordialísimo intercambio: «Ahí va mi amigo» —«mi colega», «mi mentor», «mi abusador»—. «¿Cómo has estado? ¿Nos tomamos algo?»

Estos días están muy de moda verbos como romantizar o glamorizar porque la gente cree que asociarle una emoción individual a una experiencia es un grave pecado. Este discurso es el que ve un contenido como Bebé Reno y reclama que no puede ser honesto ni legítimo porque el autor se benefició económicamente. Martha, la misma acosadora de Gadd —identificada en la vida real como Fiona Harvey— ha declarado que la serie es un intento de hacer dinero, recalcando que ella fue más atractiva que la actriz que la interpreta y que Gadd simplemente está celoso porque nunca consiguió acostarse con ella, por lo cual decidió usar la serie como un último y desesperado intento.

Por otro lado, Gadd ha insistido que los seguidores no busquen la identidad real de los personajes que representan a su acosadora y su violador, pues eso destruiría el objetivo real de la serie. Y tiene toda la razón. Hay una catarsis muy necesaria en este tipo de series y me alegra que existan interpretaciones más sensibles, realistas y personales que otras escandalosas entregas de Netflix que intentaron y fallaron el discurso de la violencia sexual y los desórdenes mentales. Pero lo que ni You ni 13 Reasons Why tenían es el compromiso personal de un autor que quiere elevar su experiencia a algo más que una obra de ficción. En ese sentido, hay una necesaria y admirable valentía en un creador que transforma sus heridas en un medio de liberación y reflexión para otros. Es estúpido que esperemos que el artista subsista de aplausos y halagos cuando su trabajo está haciendo una importante diferencia en nuestro discurso, tanto interno como social. Es un trabajo que merece la compensación correspondiente a su talento.

Presiento que mucha gente que desdeña esta productificación de la experiencia propia debe tener una vida cómodamente aburrida, y quizá por eso deberían estar agradecidos. O bien, si su problema está en la expresión de un artista que puede reírse y sincerarse de su tragedia, quizá deberían examinar su relación con la propia. He oído que hay terapeutas para eso y que cada sesión suele ser casi tan cara como una suscripción anual de Netflix.

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