Nuestra herida moderna


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalEs sabiduría ancestral que nada es gratis en la vida. Todo viene con un precio y la modernidad no tendría por qué ser la excepción. La interconexión global nos alejó de nuestros vecinos y el milagro de la energía eléctrica nos costó las estrellas. Ganamos un mundo, pero con ello perdimos otro.

No suele hablarse mucho del mundo que perdimos: de aquel mundo más lento, pobre e incómodo. Se siente raro especular sobre la premodernidad desde un iPhone, criticar lo nuevo después de disfrutar las conveniencias de la fontanería. Pero parte de ser libres es hacernos responsables por nuestras decisiones como civilización; vernos al espejo y preguntarnos qué perdimos cuando perdimos las estrellas y nuestras comunidades, cuando perdimos los rituales y a Dios.

Son preguntas difíciles con respuestas aún más difíciles. La más obvia es que la modernidad, en su afán de controlar la naturaleza, ha puesto a nuestro planeta en un jaque ecológico sin precedentes. O bien, que la obesidad se ha vuelto una epidemia letal, o que los gobiernos cuentan con las capacidades tecnológicas para espiar, censurar y hasta matar a discreción. Menos obvias, pero quizás más graves, son las consecuencias sociales, psicológicas, morales y espirituales de todo esto que aún no terminamos de entender.

Por ejemplo, ¿qué implica la producción industrial? Para los consumidores se trata de bienes de consumo mejores y más baratos. El precio es para los productores: mecanización, estandarización, tedio y una alienación total del fruto de su trabajo. La modernidad ha abolido efectivamente la figura del artesano (salvo cuando lo artesanal es un premium a vender) y con ella se fueron las complejas redes de significantes sociales, culturales y sagrados que históricamente han acompañado a la actividad productiva humana.

Luego está la urbanización, otro de los pilares del modernismo. La concentración de actividad económica y cultural en unas cuantas urbes nos deja un campo cada vez más precario, aislado y despoblado gracias a la falta de inversión pública y capital social; un campo cuyos hijos hacen filas para huir a las ciudades que, si bien ofrecen más oportunidades, tienen su costo en el tráfico, el ruido, la contaminación y la sobrepoblación. ¿Qué ganamos y qué perdimos cuando dejamos de cosechar nuestra propia comida? ¿Cuál es el precio real de los conservantes, colorantes y el jarabe de maíz de alta fructosa?

Por eso no debe sorprendernos que el sujeto moderno, lejos de la felicidad que nos prometieron, sea el sujeto de la depresión, de la ansiedad y del abuso de sustancias. La secularización por la que abogaron los modernizadores de ayer es el nihilismo de hoy, la ausencia de marcos ético-existenciales para actuar y soñar. El sujeto de la modernidad está en riesgo de convertirse en lo que Nietzsche, después de decretar la muerte de Dios, llamó «el último hombre»; aquel que quiere todo más rápido, más cómodo y más fácil.

Hay que ser claros en que no hay vuelta atrás. No es posible y tampoco es deseable volver a una era previa, pues nos volvimos modernos por una razón. Habiendo dicho eso, la solución no es el pesimismo del posmodernismo ni el optimismo ciego de la hipermodernidad. En su lugar, podemos pensar en metamodernidad: evaluar en qué fallamos y cómo lo podemos resolver. Esto nos abre la ventana para conceptos que actualmente no se registran en nuestro imaginario político, como lo son ruralización, soteriología y una transvaloración general sobre qué nos importa como sociedad.

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