El playlist de mi adolescencia incluía conciertos de cucharones golpeando pailas, acompañados de coros cantando «justicia, libertad y democracia». Estos sonidos a veces eran fusionados, como en los videos de MTV Clásico, con imágenes difusas de celebridades con rostros arrugados por la dictadura militar panameña de los ochenta, aleteando pañuelos blancos, marchando hacia la victoria. No llegaba a la mayoría de edad, pero poseía una claridad moral que nunca he logrado encontrar en mis cuarenta. Era el mundo de buenos y malos, el universo de Star Wars en su primera ronda. Para mí, las marchas convocadas por los civilistas eran impolutas y representaban la esperanza de escapar de una de las noches más largas de Panamá.
Hoy, con una abrumadora abundancia de información sobre el tema, entiendo que la historia del fin de esa dictadura es más compleja. Los dueños de entonces del poder político y los que hilaban la trama exigiendo cambios no pertenecen a una crónica hagiográfica. En realidad no eran más que humanos con un afilado instinto de sobrevivencia, llenos de temor al gran hermano gringo. Al saber lo que hoy sé sobre los civilistas me pregunto si aún apoyaría sus pailas. Mi certeza moral ha sido invadida por los pesados errores a los que he apostado, dando espacio a una imperante necesidad de ser realista. Como cualquier otro latinoamericano posmodernista, he bajado mis expectativas sobre mis conciudadanos y mis propias capacidades. Quizá hoy, desde la telaraña virtual, acusaría a los civilistas de oligarcas, de no entender los principios de la Revolución Torrijista o, peor aun: de ser «rabiblancos». Aconsejado por mis bajas expectativas, hoy me quedaría en casa, contento por no haber enlodado más las aguas, pero con el estómago pegado al espinazo.
Claro, hoy el enemigo visible ya no viene vestido de quepis ni habla inglés. La corrupción endógena ha tomado ese rol social de forma tan efectiva que consume ineficientemente gran parte de nuestros recursos y carcome aún más lo que nos queda de esperanza. Aunque el potencial de los movimientos sociales para enfrentar este enemigo del bien común sea indudable, tengo la impresión de que muchos colectivos son víctimas de esa debilitante tendencia a las bajas expectativas.
En un mundo con una sobreoferta de verdad sobre tus acciones y las mías, las redes sociales crudamente nos dejan ver la dificultad de definir lo que queremos decir con el bien común. En un mundo donde la neurología confirma la tendencia del ser humano a la corrupción como herramienta de sobrevivencia, tú y yo somos corruptos. Y, cuando todos somos corruptos, ¿quién tiene poder de convocatoria para una marcha contra la corrupción?
Este dilema contribuye a que los movimientos sociales estén cimentados en la sospecha, con un lenguaje salpicado de decepción, sin mensaje de acción excepto la promesa de no ser engañados nuevamente. Este dilema produce marchas sin pailas, pero con protestantes que cargan carteles que listan los actos de corrupción de otros protestantes. Embriagados de información, nos olvidamos de que la verdad nos dice cómo son las cosas pero no cómo deberían ser. Olvidamos que la verdad no se traduce en esperanza.
Para mí, este dilema es un lujo que quizá países al norte del norte pueden darse. En nuestros paraísos de desigualdad, el entendimiento de que todos somos corruptos no debe detener la búsqueda eterna de la definición del bien común. Juntos los corruptos debemos encontrar procesos policiales, judiciales, económicos y culturales que reduzcan la posibilidad de la impunidad. Es tiempo de que los movimientos sociales acepten la compleja humanidad de las personas que buscan proteger y anuncien, a pelo, cómo podemos hacer el bien a pesar de nuestra hinchada tendencia a la corrupción.
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