Una miradita a la historia reciente nos muestra cómo los meneos de la industrialización cementaron valores como la familia nuclear y la aparición de grupos religiosos llenando los espacios políticos que los terratenientes, reyes y duques estaban dejando vacíos. Los cambios estructurales que provocan las nuevas tecnologías, recursos recién descubiertos o una simple y poderosa píldora anticonceptiva nos dejan cojos socialmente. Esa nueva estructura necesita de reglas del juego para decidir cómo, cuándo y dónde hacer las cosas. Y, sobre todo, para decidir qué persona puede recibir qué cosa. Para completar el ciclo de cambio, se requieren de nuevos cuentos que nos contemos entre nosotros mismos acerca de por qué las nuevas reglas tienen sentido y deben ser acatadas sin cuestionarse.
En 2020, a los cientos de cambios estructurales que hemos venido experimentando, debemos sumarle el redescubrimiento recurrente de que algo llamado virus puede aniquilar a millones de personas en menos de un año. Este terremoto existencial exige mucho de un sistema que ya venía cojeando. Mientras aparezcan las nuevas reglas, nuestros débiles cerebros —siempre en busca de supervivencia— regresarán a lo que los hizo sentir cómodos antes de los cambios. Nuestros aguerridos cerebros siempre vigilantes encontrarán enemigos a quién achacarles los devastadores efectos de los cambios.
Y por eso nos hemos agarrado a la Biblia como un donut salvavidas cuyo centro solo puede ser nosotros mismos. Esa masa de grasa y azúcar nos ayuda a flotar en la pulgosa incertidumbre y nos susurra que este terremoto se enfrentan encarcelando a mujeres por tener la mala fortuna de sufrir un aborto espontáneo. Ese salvavidas de harina le da energía a los policías que alzan la mano en señal de oración antes de salir a la calle a acosar física, psicológica y sexualmente a lesbianas, gays, bisexuales, mujeres trans y hombres trans.
Otra miradita al pasado nos indica que estas respuestas son temporales. Muy pronto surgirán nuevas reglas del juego que privilegien lo humano, el progreso y el bienestar social (o así nos dice la historia contada por los ganadores).
Suponiendo que los ganadores que cuentan la historia tienen razón, me temo que no llegaré a ver esas nuevas reglas. Mi hijo me muestra con deleite los videos de gamers explicando entre imágenes pixeladas que no hay tal desigualdad o violencia de género. Mi hijo responde con desconfianza a mis preocupaciones de que medios alternativos de noticia en Panamá como Foco, que supuestamente buscan reducir la corrupción, ahora se dediquen a defender al sistema bancario, el mismo sistema que ha sido el único beneficiado a nivel mundial de la pandemia; no por orden natural, sino por la protección de los que están en el poder.
El mismo sistema que ha callado todos los millones de pecados del Vaticano y sigue financiando su estrategia de contar historias bien contadas sobre cómo deben hacerse las cosas, para qué y para quién. Mi hijo piensa que exagero cuando lanzo alaridos porque nuevamente la ministra de educación de Panamá ha mostrado su preferencia por la religión y no por el conocimiento. Esta vez, este ministerio aprobó un Webinar para maestros sobre las oportunidades de enseñanza y de desarrollo de habilidades de lectura que ofrece la Biblia.
Menos le importa a mi hijo mi preocupación por que los artistas y gestores culturales estemos pensando en industrias creativas, márgenes de ganancia y diversificación de ingresos en lugar de convertirnos en agentes que ayuden a otros seres humanos a sortear la incertidumbre. La gestión cultural ahora viene de color naranja y no busca tomarse los espacios políticos y económicos que han quedado vacíos. En lugar de ocupar las calles, las empresas, los bancos y las escuelas con ideas disruptivas, colaborativas y humanistas preferimos pintar bonito un edificio enfermo, cantar canciones sobre amores enfermizos y hacer pelis que den mucha risa. En lugar de libertad, buscamos espacios fijos y donaciones del mismo gobierno que nos quiere callados.
No, yo no veré el cambio de reglas del juego porque esta vez el ciclo no terminará con leyes que busquen proteger a las minorías de las mayorías. Este ciclo de cambios terminará con la traducción del Antiguo Testamento al lenguaje constitucional y todos aplaudiremos este logro con un gran gozo en el alma.
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