Autoaislamiento


Javier Stanziola_ Perfil Casi literal

Abandono mi autoaislamiento para ir al supermercado. Camino seis cuadras empinadas con las bolsas que no son de plástico bajo el brazo. Trato de no tocar nada con mis manos que acabo de lavar con agua y jabón por cuarenta segundos. Trato de esquivar los huecos en las aceras y a los ciudadanos que no han leído sobre el distanciamiento social. Distraído, me toma tiempo darme cuenta de que la ciudad en cuarentena me muestra su lado más cálido.

Infeliz el alma que no se conmueve al ver como la ciudad se desnuda con sus propias prendas.

Llego al supermercado y me golpea una larga fila para entrar a comprar dos tomates y un litro de leche, seis pies de distancia entre todos los ciudadanos en espera. Largos suspiros para marcar la larga espera hasta llegar a la cajera; entre ella y yo, tres pies de distancia. Terminada la transacción, coloco la mercancía en una de esas bolsas que no son de plástico y prometían resolver el calentamiento global. ¡Tantas promesas! ¡Cuán tan lejos quedaron y cuán pronto!

Camino de vuelta a casa, no hay carros en la calle. ¿Hay toque de queda? Ya van dieciséis comunicados del gobierno en menos de no sé cuántos días y antes de salir no leí el número dieciséis. He decidido confiar en todo lo que me dice Nito Cortizo, nuestro presidente; dejar que reordene todos mis sueños un comunicado a la vez.  Entre tanta incertidumbre solo cabe caminar derecho, de frente.

Sin el comunicado en mi cabeza, cruzo la calle sin tener que fijarme si vienen carros a mi izquierda, carros a mi derecha. Lo único que importa es que la tibieza de las noches citadinas hoy es más intensa. Entre tanto silencio, la ciudad está desnuda, vestida con sus propias prendas.

Restaurantes ya no restauran, teatros y templos yacen cerrados a la risa y al cielo. Esquivo un hueco galáctico en medio de la acera y escucho voces salir de algún televisor de algún vecino que debe experimentar orgasmos al escuchar a todo volumen las consignas de Nito, nuestro presidente, y los susurros de los sindicalistas. El gobierno anuncia otra medida altamente prudente para asegurar la estabilidad económica. El dirigente de un sindicato de obreros dice que los fondos de huelgas son para huelgas (y no para ayudar a los desempleados de los restaurantes cerrados). Resulta que ciudadano siempre es ciudadano. Pero algunos trabajadores somos más trabajadores que otros. El gobierno despliega profesionalismo humano —de ese que se equivoca, pero bien intencionado— y el representante del sindicato de obreros demuestra que en tiempos de incertidumbre nos desnudamos vistiéndonos con nuestras propias prendas.

Una cuadra más y yo no quiero regresar al apartamento.

Autoaislamiento.

La ciudad lo tiente todo claro y yo no. Hoy la noche está más brillante que ayer, con ese aire puramente contaminado de bolitas invisibles que imaginamos puntiagudas. Nunca la ciudad ha estado tan tóxicamente empinada. En su esplendor, parece un valle, una inmensa roca sobre una colina verde. Infeliz mi alma. Nunca he vivido tanta incertidumbre, tanta calma tan profunda.

Tengo enfrente el edificio donde está mi apartamento, pero prefiero seguir flotando. El guardia de seguridad me saluda con sus manos cubiertas de látex, la dulce voluntad de las bolitas puntiagudas. Con voz de bondad, el de seguridad me recuerda que tengo que limpiar mis manos con el gel alcoholado que han colgado en todos los ascensores. Presiono el botón del elevador con la llave para evitar el contagio, pero sí toco la llave y la manigueta de la puerta para entrar al apartamento.

Dejo la bolsa en el pasillo, corro al baño a lavarme las manos —otra vez—. Ya llego a los sesenta segundos. Me miro al espejo. Autoaislamiento.

[Foto de portada: Juan D. Caballero]

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