Gavrilo Princip era un don nadie. Su destino parecía ser morir en las calles de Sarajevo sin haber probado una pizca de gloria. Era un hombre que creía que la grandeza de su patria estaba a un disparo de distancia. Pero él se negó a que su nombre fuera olvidado.
Nació en 1894 en el seno de una familia campesina del pequeño pueblo de Obljaj, en Bosnia, en un entorno de pobreza y resentimiento hacia la ocupación austrohúngara. Desde joven se impregnó del nacionalismo serbio y se unió a círculos revolucionarios donde se debatía con fervor la causa de la independencia bosnia. Motivado por el deseo de liberar a su tierra del dominio extranjero, Princip se unió a la Mano Negra, una organización secreta dedicada a la lucha armada por la unificación de los pueblos eslavos del sur.
Aunque el plan para asesinar al archiduque Francisco Fernando —heraldo del imperio que oprimía su patria— fue cuidadosamente trazado, la ejecución fue caótica. El primer intento falló cuando una bomba lanzada al vehículo del archiduque no causó el daño esperado. Derrotado y lleno de frustración, Princip se fue a almorzar a una cafetería de Sarajevo sin saber que el destino estaba a punto de darle una segunda oportunidad. El coche de la realeza, desviado de su ruta original debido a un error en el itinerario, pasó justo frente a él. Con la pistola en mano disparó dos veces, alcanzando al archiduque y a su esposa. La ironía era innegable: el gran acto que cambiaría el mundo no se debió a una planificación meticulosa, sino a un giro caprichoso del azar que puso la historia en sus manos.
Alguien disparó un arma con mano temblorosa y unos meses después toda Europa estaba en guerra. La historia de Gavrilo Princip demuestra que el caos es la fuerza más destructora que hay; y que un tipo cualquiera, en el lugar y el momento justo, puede alterar el destino de cientos de millones de personas (incluso que no han nacido). En Sarajevo, un disparo que acertó de pura suerte, un coche que tomó la ruta equivocada y un camarero que se demoró en preparar un sándwich fueron los elementos que desataron la Primera Guerra Mundial y, en consecuencia, construyeron la historia del siglo XX. Como el efecto mariposa —donde una pequeña variación inicial genera cambios monumentales—, estos detalles diminutos en apariencia se acumularon y moldearon el destino del mundo. La historia deja de ser entonces un relato ordenado y se convierte en un cúmulo de accidentes donde lo impredecible tiene el poder de sacudir los cimientos de civilizaciones enteras. Donde la voluntad de emperadores y reyes se ve sometida a la fuerza del azar.
Walter Benjamin lo sugiere bien: la historia no avanza como una línea continua y ascendente, sino en arrebatos, en momentos de ruptura donde el caos emerge para reescribir el destino. Los eventos no se suceden con la lógica de un plan preconcebido; más bien, estallan como interrupciones que desafían nuestra comprensión del progreso. La ironía en la vida de Princip Gavrilo, un hombre que casi por azar se convirtió en el detonante de un conflicto global, revela lo frágil y precario del orden que creemos controlar. Es en esas fisuras donde el pasado asalta al presente, recordándonos que la verdadera fuerza motora de la historia no es —al menos no siempre— el cálculo meticuloso de hombres poderosos, sino un azar caprichoso y caótico. A veces el mundo le entrega el timón de la historia humana a un sujeto ordinario, permitiendo que sus acciones lleguen hasta las últimas consecuencias.
Ver todas las publicaciones de Darío Jovel en (Casi) literal