Sales del trabajo, son las seis en punto. Las aceras del Centro están repletas de gente. Apenas puedes moverte entre esa enorme fila de personas que marchan lentamente y se detienen a observar las ventas callejeras.
Ropa, piratería, aparatos electrodomésticos, juguetes… Un río de luz y estruendos. Bocinas alimentadas con toda la fuerza que puede dar el tomacorriente de un almacén de Q9.99. Letreros caleidoscópicos que anuncian teléfonos móviles con centenas de minutos gratuitos. Automovilistas rabiosos que derrapan y bocinan a la mujer embarazada que pasmosamente atraviesa la calle con sus tres hijos pequeños. Ancianos que van de la mano de jóvenes impacientes por hacer que avancen. Muchos policías de tránsito y transmetros hilados por esa melancolía verde y navideña que propone el aguinaldo.
El aguinaldo más seguro, ese que va comprometido de antemano. Caminas entre esa calle rebalsada de gente con salarios como el tuyo. Vas llevando cálculos mentales: ¿quedará algo por ahorrar? Ahora no. La vida es cara. La vida es ancha y ajena.
Todo concluirá en un par de semanas: las luces, el ponche y los convivios donde todos son un poco mejores, un poco cercanos y un poco alcohólicos. Esa Navidad para los niños, esa infancia tan remota y deseable. Esa álgebra de la vida cotidiana que deviene en pequeños enunciados de alegría.
Los pocos billetes de más pondrán un nuevo vestido en tu esposa, el juguete tan codiciado por tu hijo, las uvas y la carne de tu mesa. ¿Consumismo? Bueno, a veces el dinero vale algo. Esas formas aprendidas que despistan la soledad y las grises utopías deshechas entre los gritos de la oferta y la demanda.
†