Afuera hay un mundo enorme. Muchos días uno ni siquiera quiere levantarse, ni ver por la ventana, ni contestar llamadas. Únicamente cerrar las cortinas, dormir todo el día y despertar con el libro que nos abraza. A veces ese mundo es un dragón que nos arroja fuego y es necesario acudir a nuestros refugios y trincheras emocionales para no quedar reducido a cenizas.
No tenemos ventaja. La habitación puede volvernos locos porque adentro también tenemos un mundo tan cruel como el de afuera. El miedo de ser un David y contener a un Goliat. Entonces corremos de nosotros mismos, tratamos de enfrentarnos a esos dos monstruos enormes. Gigantesco el poder de nuestro miedo y gigantesco el peligro de ser aniquilado por el miedo de los demás.
No se puede enseñar el valor, únicamente puede imitarse de otros. Tarde o temprano se hace necesario cruzar por el callejón oscuro. Tarde o temprano pasamos el tramo completamente solos. Pero son los «solos» aquellos a quienes podemos llamar nuestros maestros en el coraje.
A nuestro alrededor existen miradas limpias: vamos a hallarlas. Porque en los ojos de los cobardes y de los corruptos no queda más brillo. Sus manos sudan, su mediocridad está alzada detrás de sus pequeños puestos, de sus pequeños reductos de aduladores, de sus proclamas hipócritas, pero siempre caen y caen y caen hasta el fondo de sus propias muertes.
El infierno son los otros, dice Jean Paul Sartre. Yo no creo en la amargura. En medio de todo, el amor también florece. Según el Popol Vuh, en el infierno también hay flores.
Las flores del coraje son las que nos estremecen. ¿Cuáles son tales flores? Aquellas acciones que motivan reacciones. Son los motivos que brotan de la tristeza y el hastío.
Somos libres de salir o de quedarnos en la habitación. Si nos decidimos por salir y enfrentar la vida con todos sus errores, dolor y belleza, sabremos que son los valientes los únicos que nunca están completamente solos.
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