Una muchacha viste un maniquí detrás de los cristales de la vitrina. Quita la ropa que pasó de temporada y cuidadosamente coloca las nuevas prendas que trae colgando de cerchas en su brazo derecho.
Por los pasillos van y vienen los carnívoros visitantes del centro comercial. Un enorme mega mall guatemalteco en domingo. Chicos platicando en las esquinas de un kiosco donde venden camisetas y botones pin up. Por otro lado, una señora joven regaña a una niña que llora y trata de sostener un cono de helado. Padres de familia con camisolas de futbol del Real Madrid o de la selección alemana que forran sus pronunciadas barrigas, hablan a gritos por sus teléfonos celulares. Adolescentes que se jalonean unas a otras tratando de tomarse una fotografía. Otro muchacho de la misma edad, delgado y con el rostro lleno de espinillas, pasa lentamente la pulidora de pisos al lado de una cola de personas que esperan validar su ticket de parqueo y poder salir. Muchos ancianos adormecidos, sentados en las bancas, cuidando los paquetes con las compras de toda la familia.
Y detrás de los cristales, todo ese ruido. Nadie lo sabe, pero es aburrido. Ir y venir y volver y largarse. Una alegría fríamente planificada. Un centro comercial es una cámara de gas que esparce un deseo permanente. Algo que está en todas partes: acumular distracciones, objetos, imágenes, sabores, sonidos, experiencias sintéticas que nos eviten el tedio. Adentrarnos en esa burbuja donde veremos películas peor que malas, comeremos hamburguesas sintéticas y codiciaremos cosas sobrevaloradas que no necesitamos concluye en algo muy puntual: para vivir en esta época es necesario dejar de pensar.
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¡Qué duro! No es totalmente cierto… Detrás del cristal hay alguien que está pensando: tú.