La fábula que más me gusta de Augusto Monterroso (está de más decir que es uno de mis escritores favoritos) dice:
«Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sansón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sansón con Dalila aliada a los filisteos.
»Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos.
»Únete siempre a los filisteos».
Es una imagen muy cristalina de lo que son la política y la vida. Los filisteos asedian por todos lados. Son esos aliados contantes y sonantes, esos que se acercan y extienden su mano incondicionalmente, paternales y empalagosos. Su amistad es demasiado inmediata, demasiado fácil y demasiado cara.
En la vida me han visitado muchos filisteos, y he de confesarle, estimado lector, que casi todos me han dejado en la bancarrota. Detrás del halago inmediato y de la mano extendida surge un mal disimulado interés en mi ingenuidad de Sansón torpe. El resultado es siempre el mismo: terminar pagando las deudas de los otros.
Si eso sucede en la vida común y silvestre de una persona como yo, imagínese lo que pasa cuando un país entero se deja seducir por la palabrería sensiblera del populismo más absurdo, ese que abraza temas como la pobreza e inseguridad para abonarse jugosas ganancias asumiendo la pose del compromiso social.
Sea como sea, la única vía posible para mantener la dignidad en este país sigue siendo la misma: evitar que la necesidad o el desencanto nos termine convirtiendo en esos siempre despreciables filisteos que asedian por todos lados.
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