Recuerdo el terreno baldío que estaba unas cuadras abajo de mi casa, en la ciudad de Guatemala. Era un lugar de nadie, el pequeño campo a la orilla del barranco donde los buenos vecinos iban a echar toda su basura.
Entre el monte crecido, las botellas rotas y los perros muertos sucedían muchas cosas. Era el campo de pruebas para las quemas del diablo y las detonaciones de morteros de iglesia. También era dormitorio de indigentes y asilo de todo tipo de prácticas ocultas. Durante el invierno el olor a cementerio sitiaba los charcos y hacía que el lugar se volviera una suerte de pantano.
Los terrenos baldíos ocupan buena parte de los mitos de infancia y de esa extraña convergencia con las márgenes en los espacios urbanos. De eso que al mencionar terreno baldío surjan de inmediato una serie de asociaciones, cuántas cosas pueden suceder en esos lugares deshabitados, lo que hace inevitable que uno se sienta incómodo y espere las peores noticias. Un sitio donde se botan cadáveres, donde se viola, se destruye, se mutila. El enclave para cualquier tipo de actividad ilícita o anormal en la periferia, detrás de nuestras casas o a la orilla de la carretera por donde pasamos todos los días.
Para hacernos una idea del deterioro en que hemos caído como sociedad, basta con enterarse de lo que sucede en los terrenos baldíos; cómo se reparte la miseria, la muerte y el dolor allí dentro. Cada día aparece una noticia que describe una escena de ese horror, cercano y oculto, que poco a poco va tragándonos.
Vivimos en medio de campos de exterminio que no identificamos. En una esquina, dentro de un edificio o de una casa rodeada de paredones llenos de alambre o fragmentos de vidrio. Allí junto a la calle que transitamos día con día existen horrores indescriptibles.
Nuestra debacle es saber que alrededor nuestro existen esos lugares de nadie, donde pasan cosas terribles que se hacen importantes cuando somos las víctimas directas. Mientras eso no sucede, preferimos ver a distancia esa desolación, pasar ligero y sin darnos cuenta.
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