Imaginemos por un momento una máquina que nos permita crear mundos imposibles. El límite es nuestra creatividad; las realidades posibles se alinean como en una biblioteca infinita, esperando ser descubiertas. El ingenio humano, tras siglos y milenios de bagaje histórico, se impacienta por contar relatos que el mundo y su intrincado día a día le inspiran. Nos conectamos a la máquina y ante nosotros se manifiestan aquellos mundos hasta en sus más ínfimos detalles.
¿Cuál sería nuestra reacción ante tan brillante invento? El asombro, no cabe duda. La emoción y la impaciencia también. ¡El mundo, finalmente, es nuestro! Pues esa es la verdad: no sabremos considerarnos maestros de nuestra vida, en control absoluto de nuestro mundo, hasta saber y poder controlar mundos ajenos al nuestro. Es el paradigma de Dios, si se quiere; la acción definitiva de ser padres y madres y de dar a luz a algo vivo.
Desde que el hombre es hombre, hemos creado sombras de esta invención. La escritura, tras una fase inicial de funcionalidad burocrática, se convirtió pronto en esclavo liberador de nuestras imaginaciones. La palabra hablada, mucho antes, ya servía de reflector de estos mundos posibles, de historias narradas directamente desde nuestros cerebros. Con el avance de las tecnologías y culturas fuimos completando los medios para tales manifestaciones: la pintura, el teatro, la escultura, incluso la arquitectura y la música y, eventualmente, el cine.
No imaginábamos, sin embargo, que al convertirnos en dioses de nuestros sueños abriríamos el portal a nuestras peores pesadillas. No nos fue posible sólo crear las herramientos para fabricar —o, cuanto menos, imaginar— la utopía. Lo que más nos inquieta también quiso ser expresado y las partes inadmisibles de nuestra psique colectiva no tardaron en hacer acto de presencia. La imaginación, dada rienda suelta, no se alimenta solo de nuestros deseos sino también de nuestros miedos más profundos. Las historias de terror, al igual en menor grado que las tragedias, ofrecen testimonio de lo que en el fondo de nuestro ser sabemos que es posible. O más bien: de lo que somos capaces.
Los efectos secundarios de nuestra creatividad desenfrenada los dotamos de la belleza —estética y narrativa— de una historia, para hacerlos soportables. Pero no nos detuvimos allí: determinados a recuperar lo que es nuestro, decidimos crear estos mundos indeseados voluntariamente con la esperanza de que, una vez encapsulados en una reflexión consciente, no escaparan a la realidad que habitamos. La distopía —es decir, aquello que es contrario a la utopía— se volvió un género a derecho propio, una jaula donde proyectamos las posibilidades indecibles de la sociedad humana.
La primera distopía en el cine fue, posiblemente, el fruto del director alemán Fritz Lang. En Metropolis, Lang describe un mundo sobre el cual los marxistas ya habían teorizado: una sociedad dividida en dos facciones: los obreros y los capitalistas. Bajo tierra, hordas de trabajadores se atarean hasta el agotamiento en un esfuerzo incesante por mantener la ciudad de los maestros a flote. El hijo de uno de los magnates, tras la irrupción de una disidente en sus jardines, intenta conciliar los dos bandos impulsado por la indignación de una realidad hasta entonces invisible.
Ese, invariablemente, marca el principio de una narración distópica: el descubrimiento de la imperfección del mundo y la voluntad desesperada por cambiar lo que moralmente parece insostenible. Sobre Lang se suspendía el recuerdo de la esclavitud, al igual que la presencia de una sociedad dividida en clases. De muchas maneras, Metropolis preveía los desafíos de las décadas del treinta y cuarenta: tanto el nazismo, que recién empezaba en su Alemania natal, como el estalinismo, que poco después empezaría su era más cruda, pretendían haber encontrado una solución a aquella dicotomía social.
Planteados frente a una inminencia que nadie parece ver, las distopías se presentan como un manual de supervivencia, una lección del poder del individuo frente a una sociedad entera. En Brazil, el protagonista es un burócrata en un país regido por interminables papeleos. En Blade Runner, el personaje de Harrison Ford se encarga de exterminar replicantes, androides esclavos que nadie se da cuenta que han desarrollado una conciencia. Max, de la serie Mad Max, era un policía cuando las carreteras se volvieron el dominio de maleantes y criminales. Son los más metidos en el sistema los que suelen ser más ciegos a su verdadera naturaleza, y por ello, su despertar suele ser aún más violento. La distopía no está lejos, nos dicen los cineastas; y mientras más se acerque, más difícil será verla. Por eso es importante saber reconocerla, por eso es importante retratarla en nuestra máquina.
La distopía, sin embargo, no solo es el contrario de la utopía por sus características. La utopía es idealista, la distopía es anti-idealista. En 1984, de George Orwell, la distopía por excelencia, Winston Smith se libera de la prisión del pensamiento único descubriendo el amor y la lectura, el sexo y el intelecto individual. Pero el Gran Hermano termina por vencerlo, sometiéndolo al conformismo por el invencible raciocinio de la fuerza. (Existe una fantástica adaptación de la novela, con John Hurt en el papel principal). En The Hunger Games, una serie que oportunamente ha modernizado el género, Katniss Everdeen se enfrenta en los momentos finales de la última entrega con un dilema aparentemente insuperable: la revolución ha sido un éxito, pero su líder se encamina a prolongar la historia, tan solo bajo otro maquillaje. La película, claro, no podía tomar otra ruta que el optimismo hollywoodense y nos forza una resolución demasiado fácil y conveniente.
Pero el espíritu de la distopía no es ese. Después de darnos el espíritu inquisitivo necesario para despertarnos, el género nos recuerda la aplastante y triste verdad: no hay salida de la Matrix, no hay manera de acabar la discriminación genética de Gattaca, no hay quién venza al Gran Hermano. Solo nos queda evitar el futuro, intentar a toda costa que el pasado no se repita, que nuestros miedos, exorcizados por el arte, nunca logren tomar forma.
No le temamos, pues, a nuestros miedos. Asumámolos y explotémolos, pues a como van las cosas puede que necesitemos muchas —sí: muchas— más distopías.
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