Hoy me estuve recordando del Marqués de Sade, quizá por el exceso de pensamiento religioso dejado en la estela de las alfombras de la Semana Santa. Sade, como algunos de sus otros compatriotas y escritores, dedicaba todas sus energías a experimentar ―con el sexo y la escritura como su otra religión― las costumbres carnales de la sociedad parisina sin distinciones, como tampoco las hace el sexo.
Precisamente sexo y depravación, locura y sadismo, en medio de miseria, crueldad y opulencia, eran los pregones que incomodaban a quienes perseguían con la máscara de la moralidad y la fe al escritor. Lo curioso es que, si ustedes viajan en el tiempo y se remontan a la vida de los antecesores del Marqués, encontrarán entre ellos a Laura de Sade, una bella mujer y noble occitana, esposa de Hugo de Sade y cuyo amor constituyó la columna vertebral de la obra y escuela petrarquista. Cuenta la leyenda que Laura hechizó al poeta con su belleza cuando, al salir de una iglesia en Avignon, cruzaron sus miradas. Si recordamos bien, esto es muy parecido a lo que sucede en una de las versiones de la Llorona mexicana y que son ya alrededor de seiscientas.
Libras, litros, kilómetros de palabras de amor fueron escritas por Petrarca a Laura de Sade. Lo que Laura leyó, escuchó y vivió junto al poeta quizás viajó en el ADN de su estirpe hasta llegar al Marqués de Sade. Es posible. Y el Marqués de Sade, en sus infinitas noches de castigo, preso, enclaustrado, exilado del mundo, ¿qué hacía? Leer a Petrarca.
Acaso fueran los poemas de Petrarca a Laura, sus deseos no reprimidos en la literatura pero sí en la vida real, los que viajaron hasta los ojos del Marqués de Sade, que cumplió todos y cada uno de ellos vanagloriándose del vicio más obsceno: el amor. Jamás lo sabremos a ciencia cierta, pero el asunto da para especulaciones, sueños y todavía más literatura por la gracia de Dios.
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