A los 21 años, con un refajo de sueños e ilusiones y muy seguro ya de que quería alimentarme de mundo, me presenté a la embajada mexicana para solicitar mi primer visa de turista, con mi pasaporte todavía caliente, recién salido de la oficina de migración. Mientras hacía la fila para solicitar la visa, recordaba con gracia el “Unsologolpealcaite” que los civiles mortales le cantábamos a los soldados que entrenaban en el cuartel de Matamoros mientras esperábamos que nos dieran las inscripciones militares, que por aquellos tiempos era obligatoria para que extendieran el pasaporte. Por aquel entonces era finales de 1993 y aunque los momentos más crueles del conflicto armado habían quedado atrás, los chafarotes insistían en que los ciudadanos comunes, corrientes y molientes debíamos honrar con honores marciales lo que había quedado de la patria despedazada. Así que si no se presentaba la inscripción militar donde te daban el rango de soldado raso, te denegaban el pasaporte y con ello tu derecho a moverte libremente por donde te diera la gana.
Aunque a los 16 años me había escapado solito la primera vez para México, ese paseo por el sur de Chiapas de 1985 había sido un viaje de un loco adolescente indocumentado que tan solo quería sentir un poco la experiencia de andar “mojado” del otro lado de la frontera. Para mi familia, aquel viaje había representado tan solo una excentricidad de mi personalidad que ellos consideraban demasiado compleja para su gusto. De hecho, ni yo mismo comprendía aquel entonces la necesidad imperante de salir y extender mis horizontes, necesidad que al pasar los años se fue convirtiendo en aire vital. Aquel primer viaje a México había sido apenas un esbozo de lo que esperaba encontrar fuera en aquellos futuros viajes con los que soñaba mi inquieta imaginación de mozalbete.
Es por eso que el viaje que estaba dispuesto a emprender en 1993 había sido muy esperado: era ya mayor de edad, había trabajado y ahorrado duro todo ese año para poder levantar las alas, había realizado todos aquellos trámites que, dada mi inexperiencia, los veía en esa época como verdaderas proezas. Y por fin, ese día salí de la embajada con mi visa en mano y una fuerza interior en mi pecho que me impulsaba a hacer todo lo inimaginable, pues viajar había sido el sueño de mi vida.
Madrugué para llegar a la Galgos sintiéndome un gran viajero. Me había propuesto disfrutar ese viaje casi desde que salía de la ciudad. Estaba dispuesto a entregarme absorto a cada uno de los detalles del paisaje en el largo trayecto por tierra que me esperaba. Así fue como comencé a sentir esa necesidad de vivir al máximo y no perderme ni siquiera un segundo la emoción del viaje, emoción traducida en angustia existencial que todavía siento cuando salgo a un lugar sin saber si será la única oportunidad que tenga en la vida para conocerlo.
Poco antes del mediodía, el bus llegaba a la frontera de Talismán, en San Marcos. Con todo el ánimo del mundo bajé mis maletas y comencé a hacer la fila de migración sin sospechar que mi sueño tan anhelado encontraría allí el primer obstáculo. Los agentes de migración me inspeccionaron de pies a cabeza y comparaban mi rostro con el de mi pasaporte. Luego, cuchicheaban entre ellos y me volvían a mirar. No tardaron en hacerme las preguntas: a dónde iba, por qué iba, para qué iba, y volvían y volvían a preguntar como tratándome de confundir; como si los sueños necesitaran de tanta explicación. Luego, que les mostrara la maleta, que si la visa no era falsa, que si no tenía interés de irme a los Estados Unidos, que si el dinero… Y ese fue el talón de Aquiles. Llevaba 300 dólares. Para mí, que no estaba acostumbrado a grandes lujos ni me carcomía aquella necesidad consumista, era suficiente para los ocho días que pensaba estar en la gran ciudad de México. Para ellos no, para ellos era sospechoso, para ellos tenía que tener otra razón para viajar que no fuera el placer de perderme en una ciudad. Si no existía esa razón, era sospechoso de quererme ir a Estados Unidos. En aquel entonces, 300 dólares no era la miseria que es ahora, pero ellos querían que presentara, como mínimo, 100 dólares por día. Allí se acababa mi sueño. Me tocó conformarme con ver pasar al resto de personas mientras se iba haciendo un nudo en la garganta.
Cabizbajo emprendí el regreso, arrastrando mis maletas y arrastrando el cuerpo con la pesadez de la derrota. Y recién llegando al lado de Guatemala, zaz, que me caen dos tipos: que por qué no me habían dejado pasar, que si no tenía en orden la papelería, que si el dinero, que si la visa, que si ellos me podían ayudar, y casi cargado me fueron llevando a un hotel de esos fronterizos, donde toda la gente te mira de manera sospechosa y donde es inevitable ver a los demás como si fueran buitres a punto de devorarte. Entonces, allí, me hicieron la propuesta: ellos podían ayudarme a pasar del otro lado, solo bastaba que aceptara. Momento de tensión y desconfianza. No sabía si hacía lo correcto, no sabía si era mejor dar la vuelta y volver a casa. Pero el orgullo era algo movía hacia adelante. No quería regresar como mi hermano que unos años antes había emprendido el vuelo con miras a irse a Estados Unidos y al otro día venía de regreso. Yo quería seguir, no porque tuviera el imperante deseo de granjearme una vida mejor, no, quería seguir para cumplir mi primer sueño. Y en medio de mi supersticiosa inocencia, hasta pensé que si desistía, sería una especie de mal augurio para mi futuro viajero. No, acepté. Vacilante, pero acepté.
Las horas se me hicieron eternas en aquel hotel. Me dieron algo de comer, aunque los nervios y la tensión me habían quitado el hambre por completo. No podía concentrarme en la televisión que estaba puesta en aquel lobby improvisado en el cascaron de casa de bajareque en que se ubicaba el hotel, a un lado del puente. Las horas fueron lentas y cada segundo fue experimentado como veneno mortal que me mataba por pausas. Ellos llegarían a recogerme a las diez de la noche y llevarían una gran cantidad de dinero para que presentara en la garita de migración. Cayó la noche que se había complacido en retardarse para mayor angustia mía. Gente entraba y salía, y solo se limitaban a mirarme con desconfianza, como si vieran en mí el irremediable signo de la muerte.
Dieron las diez de la noche, pero ellos no llegaron, no se aparecieron. Como si quisiera consolarme, la dependienta me decía que no me preocupara, que ya me irían a recoger. Dieron las diez y media, las once, las once y media y nada. Fue hasta pasada la medianoche que llegaron con mí, con esa forma de hablar atropellada y casi en cuchicheo que daba la impresión de que había alguien atrás de las paredes oyendo planes de conspiración. Sacaron un fajo de billetes muy grueso, demasiado grueso que ni siquiera me atreví a contar. Ellos me aseguraron que con ese dinero era seguro que me dejarían pasar. Por aquel entonces, todavía no se oía de mulas que lavaran dinero y, en mi inocencia crasa, tampoco fui capaz de imaginarlo. No habían llegado antes porque estaban esperando que cambiaran el turno. Ahora había nuevos policías. Tenía que comportarme seguro y mostrar el dinero. Ellos me esperarían del otro lado de la frontera para que les devolviera el dinero y les pagara.
Me armé de fuerza y pasé por la garita, que a aquellas horas, estaba desierta. Los policías repitieron la operación, me volvieron a ver, repitieron las preguntas, me pidieron que les enseñara el dinero. Pude ver como abrían la boca cuando les mostré los dólares. Todo iba en orden, la visa no era falsa, el pasaporte tampoco y todavía me advirtieron que en todas las garitas que encontrara en el camino, me iban a parar y me pedirían que les mostrara el dinero.
Sellaron el pasaporte y me dejaron pasar. Ya estaba en territorio mexicano. Camine unos cien metros y los coyotes me esperaban para que les devolviera el dinero. Allí les pagué más de la mitad del dinero que llevaba. La prueba más dura había pasado. Ahora, tenía que ver cómo me movía a Tapachula, la ciudad más próxima. A pesar de haber superado con éxito el primer obstáculo, mis pasos no recuperaban la fuerza. De zopetón me había quedado con la mitad del dinero que llevaba y eso me desbalanceaba. Quizá era mejor dar la vuelta sobre mis pasos y volver a casa, pero entonces, la angustia que había pasado, no habría servido de nada. Decidí seguir.
Esa noche hubo un partido de futbol importante para los mexicanos. Los ranchos que había del otro lado de la frontera tenían cierta animación, por lo que no me sentí tan inseguro. Comencé a preguntar a algunas personas cómo podía llegar a Tapachula, hasta que un paisano me remitió a un rancho cercano. Toqué con fuerza la valla de bajareque, pero parecían no oírme. Los únicos que alborotaron la noche cálida sumida en un concierto de grillos y un desfile de luciérnagas fueron unos perros que me asustaron, pero que al mismo tiempo, hicieron el escándalo suficiente para que oyeran los habitantes. El hombre aceptó llevarme a Tapachula por un precio exorbitante, pero ya era demasiado tarde y no fui capaz de pedirle una rebaja.
Mi primer miedo se hizo realidad. Antes de llegar a Tapachula, había una garita de control migratorio. Que si llevaba mis papeles. Que sí, que si los llevaba. Que si estaban en orden. Que sí, sí estaban. El hombre pasó haciéndole una seña al policía y el carro siguió. Más adelante me enteré de que si hubiera ido ilegal, el mismo hombre me habría entregado. Por suerte, no era el sueño americano lo que me llevaba a esas horas por allí, sino un sueño más noble, el sueño de viajar.
En Tapachula, alquilé un hotel de mala muerte, pero esa noche no pude dormir. Dejé mis cosas en el hotel y salí a vagar, pero no por el placer, angustiado, porque entre lo que pagué para Tapachula y el hotel, el dinero se iba escaseando. Pero ya estaba allí. Volví a mi cuarto a eso de las cuatro de la mañana. Había averiguado que, pagando un reintegro, podía recuperar mi silla en el bus que salía de la estación Cristóbal Colón al mediodía. Pues sí, tenía que pagar y seguir adelante.
†
un náufrago del tiempo. una relación de hechos hasta la angustia. ar