Uno de los ensayos sociales que se han convertido en un clásico dentro del mundo académico de Guatemala es La patria del criollo, de Severo Martínez Peláez. Para quienes han tenido la oportunidad de leer esta obra talvez recuerden que a lo largo de ocho capítulos extensos, divididos a su vez en varios apartados, Severo Martínez intenta hacer una interpretación de la realidad colonial del país a partir de la Recordación florida, célebre crónica escrita por Antonio Fuentes y Guzmán a finales del siglo XVII.
Pues bien, es innegable que en su momento este ensayo llegó a tener alcances muy significativos para comprender muchos de los aspectos que hoy por hoy definen el rumbo de la vida política, económica y social no solo de Guatemala, sino de Centroamérica, que para aquellas épocas conformaba una sola sociedad. También debe subrayarse que todo este análisis interpretativo fue realizado con rigor científico y desde una posición neutral a pesar de la conocida tendencia ideológica marxista del autor.
Hago todo este preámbulo, quizá conocido para la mayoría de los lectores, porque me ha asombrado que en estos días se haya presentado un espectáculo a cargo del Ballet Moderno y Folklórico de Guatemala dirigido hacia estudiantes de nivel medio que lleva como título La patria del criollo y que abiertamente dice ser una adaptación de la obra de Martínez Peláez. Pero aclaro que asombro no es equivalente, por lo menos en este contexto, a desaprobación ni nada que se le parezca. Creo que también es importante mencionar que todos los juicios y razonamientos que haga sobre esta puesta en escena van dirigidos precisamente al extraño título de la obra y no a otros aspectos del montaje, porque debo confesar que no asistí a la representación escénica por motivos laborales y todo lo que se diga más allá del título entra en el campo de la especulación.
La primera de las preguntas que inevitablemente nos debemos hacer quienes nos hemos asombrado ante el nombre de esta puesta en escena es cómo puede llegarse a hacer una adaptación de un texto de estructura eminentemente expositiva y cuyas únicas referencias narrativas ―muy rudimentarias, de más está decirlo― se encuentran en los fragmentos citados de la Recordación florida. Es factible y hasta común escuchar que se ha adaptado al teatro un cuento, una novela o incluso un poema o una canción, pero un ensayo académico en el que se impone la función referencial como marcador discursivo es lo que todavía termina de parecer insólito. Por supuesto que el arte precisamente se yergue triunfante por encima de la cotidianeidad precisamente por su capacidad imaginativa. No obstante, la duda sigue quedando en el tintero: ¿fue en realidad una adaptación escénica del ensayo o fue una creación libre basada en la tesis de un ensayo?
Hago mención de esto porque, por rigor, las cosas deberían llamarse tal cual son. Y en este punto cabe diferenciar dos aspectos que al parecer fueron pasados por alto por los adaptadores y directores escénicos: no es lo mismo adaptar un texto que utilizar un texto como referencia. Por lo menos, en el mundo literario, se hace la adaptación de un relato cuando se usa el recurso de la extrapolación para decir lo mismo pero de diferente manera. A pesar de esto, en cualquier adaptación —ya sea de un relato a otro o de un género a otro, como sucede en el caso de la narrativa que se vuelve teatro— siempre se conserva su esencia narratológica. Esto quiere decir que en cualquier adaptación narrativa es posible observar una secuencia de hechos que se disponen temporalmente.
No así, la trasposición de un texto expositivo a uno narrativo implica un cambio en su esencia, de modo que no puede existir una relación de equivalencia entre ambos términos porque esencialmente la adaptación pasa a ser algo distinto a la obra original. Con todo y esto también se puede pensar que existe un teatro de investigación, principalmente si la puesta en escena trata de exponer en alguna medida la tesis de un autor. En este ámbito, sin embargo, es de suponer que no podríamos decir que la puesta en escena es «una adaptación de», sino una creación propia basada en tal tesis o en tal libro. Por lo tanto, la tesis o el libro en cuestión se convierte más en una fuente o una referencia de un discurso escénico que tiene su propio derecho de existencia y, en consecuencia, de ser nombrado de otra manera.
Por supuesto que para alguien esto podría ser puramente una cuestión de retóricas que no tendrían por qué poner en duda la calidad del discurso escénico creado, con lo que estoy completamente de acuerdo. Por eso aclaré mi posición desde el principio: no tendría la solvencia ética ni moral para poner en duda la calidad de un montaje que mis ojos no vieron. Incluso, lo de la solvencia ética y moral muchas veces es cuestionable cuando el trabajo ha sido presenciado porque la apreciación artística, por muy objetiva que pretenda ser, siempre tiene un componente subjetivo.
Sin embargo, no se puede perder de vista que desde el momento en que una pieza artística se expone, el público entra en una relación de diálogo frente a ella ―y de algún modo con el artista, a pesar de que la obra puede erguirse como algo distinto a la intención primaria del creador, como bien lo expresan las teorías estéticas de la recepción―. Por esta razón, es pertinente y justificado plantearse esta y otras cuestiones. De esta manera, mi segundo cuestionamiento iría dirigido a la carga semántica del nombre: La patria del criollo.
Para explicarme mejor: más allá del nombre que recibe la fuente o referencia de la que fue tomada la creación, una afirmación tan contundente como esta me lleva a cuestionar si en realidad celebramos la afirmación de esa patria del criollo. De hecho, podríamos pensar que simbólicamente lo es y si bien es cierto que los criollos de hoy no son los mismos criollos de principios del siglo XIX ―como bien lo planteó Carlos Guzmán Böckler en Colonialismo y revolución―, también tenemos muy claro que desde su emancipación el país y la región han estado bajo el dominio y control de una clase privilegiada que siguió aplicando los patrones colonizadores. Entonces me pregunto, la aparentemente inocente elocución de «la patria del criollo», más allá de hacer una crítica a la colonización extranjera de trescientos años, ¿no está validando el privilegio de una clase social? Además, siendo un trabajo creado con la aprobación de una institución estatal —el Ministerio de Cultura y Deportes, que auspicia el Ballet Moderno y Folklórico—, esta afirmación podría parecer sospechosa y suponer la existencia de una agenda predefinida, que va más allá las buenas intenciones de los propios creadores.
Probablemente esto parezca más una fantasiosa teoría conspiratoria, aunque no sea mi intención. Solo trato de sacar a flote vestigios que han quedado en nuestro propio inconsciente colectivo: un pueblo que ha sido educado pensando que los conquistadores y los próceres de la independencia son héroes, que nuestra patria es la mejor del mundo y que el racismo institucionalizado es parte de nuestra naturaleza bien podría engendrar este tipo de agendas inconscientemente. De ahí que, aunque el ensayo de Severo Martínez haya sido esclarecedor en torno a la interpretación de la vida colonial, también pueda justificar la necesidad de que estas patrias centroamericanas estén regidas hasta el día de hoy por criollos, como evidentemente lo han estado.
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