La pederastia como lucha entre determinismo y libertad


LeoHace algunos días publiqué en mis redes sociales un estado que llamó la atención de muchas personas y que, en algunos casos, hasta llegó a despertar algún tipo de apasionada discusión. En realidad era una especie de ejercicio en el que quería, por un lado, enfrentar a los lectores con una perspectiva diferente ante una situación que normalmente nos parece despreciable; y por el otro, una especie de termómetro con el que quería medir los niveles de tolerancia entre personas que, por lo regular, se perciben a sí mismas con una actitud de apertura para abordar con imparcialidad y sangre fría el tema en cuestión. Esa fue la razón por la cual ignoré todos aquellos comentarios que, desde el principio, fueron agresivos y descalificadores.

La situación era simple y estaba basada en un caso concreto que conocí hace ya muchos años: en una sociedad que condena el acoso y el abuso sexual a menores, ¿cómo debe tratarse a un pedófilo que, sin llegar a cometer un crimen, no puede ir en contra de su propia naturaleza e inevitablemente termina enamorándose de un niño o una niña?

Como resultado recibí una gama variada de respuestas que iban desde la abierta condena y repudio visceral hasta una posición más empática y humanamente conciliadora, pasando por aquellos puntos de vista que se centraron en justificar la defensa de las potenciales víctimas y aquellas que mostraron una relativa mesura ante un tema en el que sentían resbalar en aguas movedizas.

Debo dejar claro que en ningún momento intento afirmar que los actos pederastas deberían legalizarse o que, en un intento de ingenua flexibilidad, abogo por las personas que cometen estos hechos. Incluso, ante la situación concreta que planteé no intento emitir juicios valorativos a favor o en contra. En realidad lo que termina llamando mi atención de todo esto es que los seres humanos, por mucha cultura y tecnología que hayamos desarrollado, por muchos conocimientos que hayamos producido, no dejamos de ser una especie de títeres manipulados por las mismas fuerzas oscuras que nos dominan desde las primeras horas de nuestra primitiva existencia.

Parece que, después de todo, los deterministas decimonónicos tenían razón cuando veían al ser humano como una fiera atrapada en su propio cuerpo y esclavizada a sus más insanos apetitos. Y aunque pareciera que la creación de leyes y normas para vivir en sociedad no es más que la historia misma para contener a los seres humanos de sus propios instintos destructores, estas fuerzas terminan por imponerse y arrinconan ese débil hilo en que queda convertida la tan condicionada libertad humana.

El problema, entonces, va más allá del complicado y oscuro lenguaje utilizado por leguleyos al impartir justicia; o de los juicios condenatorios intoxicados de moralina que profesan las gentes que han logrado amansar o inhibir parcialmente estas destructoras fuerzas oscuras. Y si bien es cierto que la psicología y la psiquiatría moderna han logrado explicar de maneras bastante satisfactorias estos escollos de la conducta humana e, incluso, han esclarecido algunos mecanismos que frenan estos comportamientos indeseables para el sentido común, muy lejos están todavía de erradicarlas. Y aunque el ser humano en condiciones excepcionales es capaz de sobreponerse a sus mismos instintos, su vida queda reducida a una atormentada lucha contra ellos mismos, en las que ni por asomo puede decirse que son capaces de alcanzar la felicidad y la autorrealización. Ante esto, cualquier discurso «psicologizante» parece quedarse corto y se vuelve a dar vueltas en torno al mismo problema.

De manera inevitable, estas meditaciones volvieron a hacerse presentes al contrastarlas con la experiencia estética que me produjo la obra de teatro Desde mi jardín, voces de amores prohibidos, que actualmente se está presentando en el espacio alternativo La Casona, a cargo de La Maleta Producciones, con dramaturgia, dirección e interpretación de Nelson Ortiz. A partir de una historia lo suficientemente clara y sin retorcidas complicaciones estructurales —una fábula que no requiere de una gran capacidad de abstracción por parte del espectador—, Ortiz es capaz de plantear esa disyuntiva entre determinismo y libertad a la que los seres humanos nos vemos enfrentados y en la que termina por imponerse las destructoras fuerzas del instinto. Más allá del evidente tema de pederastia, lo verdaderamente dramático es el conflicto que hace debatirse a Pololico en la lucha entre su impulso destructor y la norma social que lo trata de contener. Pero el personaje no puede transgredir su propia naturaleza y termina cediendo a sus deseos malsanos. Además, ese sentido trágico termina acentuándose ante la ambigua figura del payaso, que ríe por fuera mientras que por dentro sufre su propio infierno. Más allá de esto, la elección de este personaje termina siendo acertada precisamente porque expresa, mejor que nada, la ambivalencia entre lo aparente (la claridad, la pureza, la inocencia) y la cruel realidad (la oscuridad, lo retorcido, lo deforme).

Como el mismo director afirma, el desarrollo de montaje sigue lineamientos del teatro de la crueldad artudiana a tal punto que las emociones consiguen sobrepasar la interpretación de los actores, con el riesgo de ensuciar entre ratos la dicción del actor. Sin embargo, la fuerza que emana del plexo solar de ambos intérpretes no resta brillo a las actuaciones. Otro acierto es la disposición de la escenografía y la utilería, capaz de trasladar al espectador al ambiente sórdido en el que se desarrollan los hechos, completamente contrastante con el hermoso jardín sugerido donde Pololico entierra a sus víctimas. Especial atención merece el efecto que crea el marco de la ventana puesta en primer plano que obliga al espectador a ver ciertos momentos de la acción como si fueran acercamientos o close-up. Es probable que no haya sido esa la intención dramática, pero es inevitable la riqueza expresiva que ganan ciertos momentos vistos a través de la ventana, como el reflejo del rostro de Poliloco en el momento mismo en que se maquilla. Igual de expresivos terminan siendo los aislamientos conseguidos con las piernas del personaje de Alicia, que reflejan todo el dolor y sufrimiento de las violaciones acaecidas todas en un sofá que está completamente de espaldas al público y que, más que mostrar, sugieren la acción.

Desde mi punto de vista es inútil la realización del foro, principalmente si la intención es dejar un sabor agradable en el público al final de la pieza. Pero el problema con el foro va más allá de un evento estético que contradice el mismo estilo del teatro de la crueldad. Es inútil, porque la historia es muy clara y no necesita replicarse lo que se hace muy evidente. El peligro que se corre es el de instrumentalizar la pieza y otorgarle un sentido pragmático que puede terminar en un didactismo accesorio, que puede tomar forma en enunciados moralistas, como el de las consecuencias negativas de usar inadecuadamente las redes sociales o en el tipo de clisé de buscar «mensajes» en la obra. Pero más allá de esto no se puede negar el incalculable valor de la pieza como producto artístico, tanto en la dramaturgia como en la puesta en escena. Lamentablemente, mientras este tipo de obras se presentan en espacios alternativos a los que pocas personas llegan, los espacios oficiales están atiborrados de comedias con intención evasiva o de musicales ligeros que atraen públicos masivos y ávidos de diversión. En lo particular, es una puesta en escena que vale la pena apreciar en los sesenta minutos aproximados de duración y cuyo costo termina siendo mucho más económico que el del teatro donde prima una intención comercial.

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