La conducta humana es contradictoria. Somos objetos que se creen sujetos, aun sabiéndonos resultado del engranaje de la revolución tecnológica. Mientras más tenemos, más codiciamos. Sin notarlo siquiera, padecemos nuestra naturaleza insatisfecha y el mundo moderno nos ha llevado a pretender alimentarla con entretenimiento. Pero esa necesidad de entretención no es ninguna novedad; pensemos en los coliseos romanos o los circos, por mencionar referentes aleatorios e inconexos.
Ahora bien, el arte —cuando dejó de ser arte y se hermanó con el ocio en las revistas y periódicos— ha sido un mecanismo de distracción que también ha sufrido la embestida de las necesidades paradójicas de sus consumidores. En este punto se me ocurren algunos ejemplos de ironía que golpearon justo en la intención creativa de los artistas: cuando León Tolstoi hizo de Ana Karenina el súcubo que encarnaba las bajezas morales a las que irremediablemente estaba sujeto todo el género femenino, construyó —sin proponérselo— una figura heroica que con el tiempo figuró en la galería de los personajes protofeministas de la cultura occidental, tal como sucedió previamente con Emma Bovary, a quien Mario Vargas Llosa define en La orgía perpetua como «feminista trágica»; todas estas perspectivas abanderadas del aristotelismo y el tomismo.
De la misma manera, dudo que J. D. Salinger imaginara que al escribir El guardián entre el centeno estaría alimentando literariamente a diversos asesinos seriales de Europa y Estados Unidos del siglo pasado o que la intención de Goethe con Las tribulaciones del joven Werther fuese desencadenar suicidios en masa de jóvenes desahuciados por la tradición de los matrimonios arreglados y no el rebelarse al racionalismo severo apadrinado por Jean-Jacques Rousseau.
Y así puedo nombrar un sinnúmero de eventos del universo de la farándula o del arte —que en este tiempo no dista mucho el uno del otro— y exponer que la conducta humana es, ante todo, contradictoria. Es decir, ¿el hecho de que el video de la canción Despacito con Justin Bieber, Daddy Yankee, Los Tigres del Norte y quién sabe cuántos cantantes más, haya sido reproducido tres mil millones de veces, no es, por excelencia, un indicio claro de que hemos sido infectados con el virus disparatado del sinsentido?
Antes de que me linchen —como ya ha sucedido antes— con aquello de que mi gusto por la ópera me hace despreciar la música actual y me hace verla desde el balcón más alto de un elitismo injustificado por mi procedencia de barrio, digo a mi favor que este artículo solo persigue dos fines: la observación y la opinión, sin valerme del filtro de la alta cultura distante de la cultura popular; eso se lo dejo a La civilización del espectáculo.
Lo que me parece irónico de la descomunal popularidad que esta canción ganó durante los últimos meses, es precisamente su nombre: Despacito. ¿Despacito en una sociedad que perdió su capacidad de tolerar el tiempo y la distancia entre dos personas a través de las múltiples posibilidades de comunicación que ofrecen los teléfonos inteligentes que nos hacen dependientes? ¿Despacito mientras padecemos del síndrome del cajero automático y todo lo queremos en cuestión de segundos? ¿Despacito en una civilización que transformó el amor físico en pornografía, eliminando así la necesidad de contacto humano por lo apremiante del orgasmo por desahogo? ¿Despacito en tanto hacemos rugir la bocina del automóvil porque nos traga la jungla de vehículos igualmente desesperados? Si esto no es una contradicción, entonces no sé lo que es.
Nada de malo hay en contradecirnos a nosotros mismos a partir de nuestras necesidades estéticas si asumimos la derrota de la constante búsqueda de complacencia —por contrastante que esta sea con nuestro devenir diario—. Después de todo, así ha sido el limbo en el que nos hemos sostenido durante siglos para entretenernos. A fin de cuentas somos humanos pasionales y lo seguiremos siendo por los siglos de los siglos.
†