Desde luego que los espacios de promoción y divulgación cultural siempre serán agradecidos por la población, principalmente si estas iniciativas se gestionan desde la administración pública en concurso con entidades privadas, como sucede con la Feria Internacional del Libro en Guatemala —Filgua—, que se lleva a cabo gracias a los esfuerzos de la Gremial de Editores de Guatemala y del Ministerio de Cultura y Deportes, y que se ha convertido, no solo en uno de los acontecimientos culturales más esperados en el país, sino también en un suceso que cada año tiene mayor resonancia dentro y fuera de nuestras fronteras.
Se agradece también que este evento ofrezca una vitrina para exponer la diversidad de expresiones literarias nacionales, muchas de las cuales permanecieron sin voz en el pasado, marginadas de las grandes industrias editoriales y que, cada vez, se van abriendo más espacio en una sociedad donde, de antemano, las personas que se dedican al ejercicio literario saben que el esfuerzo invertido nunca será proporcional a los réditos y las glorias obtenidas. Aunque la feria se siga centralizando en la capital del país, es gustoso apreciar que año con año las editoriales emergentes, aquellas que suelen ser semilleros de nuevas voces, van ganando espacios oficiales.
Sin embargo, no todo el activismo cultural en torno a la feria termina siendo un mar de maravillas y como cualquier otro hecho en el mundo de la cultura debe estar abierto a la crítica. Así, pues, tan cierto como que es una actividad cultural también lo es que signifique un potencial nicho de ventas, lo cual bajo ninguna circunstancia es reprochable ni criticable. Lo verdaderamente criticable son los medios que a veces utiliza para atraer la atención de grandes masas, convirtiéndolo casi con exclusividad en un mercado que en nada se diferencia a una feria de la cerveza, con esbeltas edecanes y rimbombante música house a todo volumen que anima a toda la concurrencia al consumo masivo de sus productos.
Recuerdo que hace algunos años Filgua verdaderamente tocó fondo y se convirtió en un ratonero de mercaderes más que en una actividad cultural: mientras se lanzaba como escritora revelación a Vivian Marroquín con su libro Como puta me fue mejor, se le hacía alfombra roja al presentador mexicano Jordi Rosado, que era uno de los invitados por haber escrito una serie de libros en los que daba consejos sobre el cuidado y la educación de los hijos. Lo cierto es que, más que los libros, eran claras las intenciones de convertir la feria en un show de variedades, ofreciendo este tipo de literatura que vende no precisamente por su calidad sino por todo el aparataje publicitario que hay detrás de ella y que va creando un público al que solo le interesan temas ligeros, mientras que los libros con propuesta literaria se quedarían acumulando polvo en los anaqueles, esperando mejores épocas. Ese año también se contrató a la presentadora Tuti Furlán para ser maestra de ceremonias de algunos puntos culturales contemplados en la agenda y, de paso, promocionar su libro motivacional que con tanto ímpetu fue promovido por los medios de comunicación.
Un año después, el Ministerio de Cultura y Deportes —al mando de la banda de ladrones del Partido Patriota— decidió quitarle los fondos a la feria, pero a última hora y sin poder resistir a la crítica que les llovió por parte de diversos sectores, tuvieron que reconsiderar su posición. No obstante, pareciera que ese año los organizadores trataron de ser más moderados y la feria volvió a recuperar su respetabilidad.
En este año 2017 se conmemoraron los 50 años del Nobel a Miguel Ángel Asturias y se hizo reconocimiento público de la trayectoria de Margarita Carrera. Pareciera, además —hasta ahora, por supuesto, pues la feria no se ha acabado—, que no se cometerán los desmanes y excesos grotescos acaecidos en años anteriores. No obstante, resulta incómodo el espacio preponderante que se le dio a personas como Gloria Álvarez: no porque sea de derechas, libertaria y/o atea; y ni siquiera porque se pretenda excluirla pese a expresar con libertad todo su clasismo al defender el punto de vista de nuestra oxidada oligarquía empresarial —esto se puede comprobar tan solo al leer el título de su libro: Cómo hablar con un progre—. Su participación, más bien, despierta una sospecha revestida de certeza de una intención mediática, de una estrategia publicitaria dado el impulso que los mismos medios de comunicación han proyectado sobre esta autora. Parece que de nuevo las elites empresariales y poderosas mueven todas las argucias de las que disponen para darle circo a los guatemaltecos.
Y en este afán de circo más sospechoso se hace aún la intervención de Juan Pablo Escobar, hijo del famoso narcotraficante Pablo Escobar Gavidia, con el libro Pablo Escobar, mi padre. Aunque no puedo hablar del contenido del libro, pues no lo he leído —y según algunas referencias que me han dado, sin ser una obra literaria logra botar ese esquema de narconovela con el que nos ha invadido cierta literatura y televisión colombiana—, es inevitable pensar en esos ganchos publicitarios que atraen grandes masas de lectores ávidos de consumir literatura en sus más ligeras y digestibles formas, es decir, textos con estructuras predecibles que tienen como interés distraer y aumentar la alienación de la realidad.
¿Acaso la literatura comercial no tiene suficiente espacio para venderse desde sus escaparates o será que para su divulgación necesita del oropel y prestigio que ofrece una feria? ¿O es tan poca o de tan mala calidad la propuesta literaria que Guatemala puede ofrecer para echar mano de la literatura comercial? Sería bueno preguntarse, entonces, si más que ser un evento que se aproveche para divulgar la cultura, la Filgua no termina reducida a tan solo una estrategia publicitaria para vender literatura ligera y engrosar las arcas de un negocio editorial que subsiste gracias a la literatura barata.
[Foto de portada: Eynard Menéndez]
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una importante reflexión, sobre todo porque la cultura de lo banal invade hasta el moho de los libros antiguos. ar