Demostrado está, en más de una ocasión, que la riqueza del lenguaje estético durante el desarrollo del hecho teatral –que contiene una gran variedad de códigos en el que el lenguaje articulado es apenas uno de ellos– es capaz de romper cualquier tipo de barrera lingüística. De ahí que sea posible concebir al discurso escénico como una especie de redentor para que las personas, hoy más individualizadas que nunca en toda la historia de la humanidad, no sucumbamos ante el mito de Babel. Bien encauzado, el discurso teatral puede aludir a una especie de fiesta colectiva que conecte la parte más oscura e instintiva de todos sus asistentes, sean estos actores cuya experticia y virtuosismo técnico los convierta en sacerdotes de la escena, o bien espectadores con una sensibilidad abierta y un ánimo disponible a comulgar de ese saber primitivo, imposible de explicar racionalmente, que solo puede obtenerse a partir de la contemplación ofrecido por el rito de la puesta en escena.
Estas imágenes primigenias de colectividad, de emociones expuestas en su estado brutal y de desnudez visceral, son las que tratan de reproducir y sintetizar el grupo Proscénico en su propuesta teatral basada en la célebre tragedia de Eurípides, Las troyanas, que se está presentando en una corta temporada en las instalaciones del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias de la ciudad de Guatemala, utilizando la modalidad de escenarios múltiples –en el que los espectadores van siguiendo la acción– que abarcan diferentes locaciones: la Plaza de Mujeres, las gradas de ingreso al Teatro al aire libre, los jardines y plazoletas que rodean este el fuerte de San José y, al final, el mismo escenario de este complejo, emulando los teatros de la antigüedad clásica. Sumada a la fuerza emotiva de cada uno de los actores, este despliegue de escenarios aporta monumentalidad épica a la puesta en escena.
Desde el fondo de la Plaza de Mujeres, a lo lejos y entre la penumbra que ofrece una iluminación de antorchas, se ven venir las huestes aqueas con su valioso botín: las mujeres troyanas, vencidas, dolidas por la reciente pérdida de sus hombres, derrotadas y pisoteadas a más no poder, presa fácil para los guerreros griegos hambrientos de poder y lascivia; ellas, las mujeres tratadas como objetos bellos que serán sorteados para humillantes himeneos y oficios innobles; ellas, las mujeres, emergiendo de la icónica Plaza de Mujeres, gimiendo y esperando que los dioses se apiaden de ellas. Al centro del grupo, la incólume Hécuba, en cuya expresión el reúne el dolor femenino, el dolor universal de todas las mujeres que han sido oprimidas y esclavizadas, de todas las mujeres que han sido reducidas a propiedades.
De ahí los acontecimientos se suceden con rapidez vertiginosa: el sacrificio de Polixena, la muerte de Casandra, el dolor desgarrador de Andrómaca ante el cruel asesinato de su primogénito, el repudio de Helena, y siempre, el dolor lacerante de Hécuba, que ve sucumbir a sus pies su nación, sus amigos, su familia, los tiernos recuerdos de toda su vida, convertido todo ahora en ruina y ceniza. El conflicto presentado en Las troyanas tiene validez, principalmente para un país como el nuestro, donde la violencia femenina ha sido endémica e institucionalizada. Al presenciar la obra, es inevitable hacer la transposición a nuestro contexto histórico inmediato, porque ver a Hécuba y la desgarradora tragedia de las mujeres troyanas, es ver el drama patético de muchas mujeres campesinas que sufrieron estupro, abuso y muerte durante nuestro vergonzoso genocidio. Es un grito desesperado ante la violencia, esclavitud y muerte que sufren las mujeres del mundo en conflictos bélicos.
Pero más allá de la lectura que se pueda hacer de este clásico universal en un contexto determinado, la puesta en escena es una verdadera sinfonía para los sentidos. Más que el lenguaje articulado que va estructurando los diálogos y el sentido de la acción dramática, la obra se constituye a partir de la musicalidad. Durante la hora y media que dura la representación el público asiste a un concierto en el que los ritmos sonoros van alternándose, ofreciendo múltiples posibilidades significativas y creando la atmósfera asfixiante. La diversidad de emociones y sentimientos se perciben, principalmente, por la vía auditiva. Y la musicalidad se crea, no desde la palabra, un invento demasiado sutil, una artimaña demasiado racional, por lo mismo, inútil, para trasmitir la emoción en su estado más puro. Como en una pesadilla, los creadores se vuelcan al mundo de imágenes oníricas, al mundo de los impulsos básicos y al onanismo para descubrir el grito ancestral, al sonido gutural, la expresión onomatopéyica primigenia, al grito, que tras una elaboración técnica, regresa convertido como diamante musical.
Sumado a esa rica expresión sonora se adiciona un trabajo corporal que emerge desde el mismo hígado a partir de una técnica artudiana, que si bien no violenta directamente al público, consigue llevarlo a un estado de azoramiento y ofuscación ante los hechos que presencia. Una técnica extraída del teatro de la crueldad que logra sacudir al público, sin necesidad de agredirlo directamente. Es a través del choque impactante que tiene el espectador con los terribles hechos acaecidos, disfrazados perfectamente de verosimilitud, es así como el público se inmiscuye e identifica, y es así también como se ve obligado a que la situación no pase inadvertida. El violento choque logra llevarlo a la reflexión.
El montaje está basado la producción Trojan Woman, de la MaMa Experimental Theatre, dirigida por la joven directora guatemalteca Andrea Branher. Antes de esta temporada, habían presentado dos funciones el año pasado en el municipio de San Juan Comalapa, en Chimaltenango y una en el Paraninfo Universitario. La semana pasada fue el estreno de esta corta temporada, que, además, fue dedicada a Elizabeth Swadows –integrante del grupo la MaMa y creadora de la composición musical–, quien falleció recientemente. Lamentablemente, como suele suceder con el teatro de propuesta experimental y contenido serio, tan magnífica puesta en escena podría estar condenada a pasar desapercibida por un público ingrato que prefiere asistir a un teatro de comedia ligera o un teatro que se ufane de ofrecer un espacio esnobista en el que el tropel y los brillos sean más importantes. Pero para el público apasionado y conocedor, ese público que está convencido de que el teatro es algo más que una moda burguesa, ese público que busca en el arte motivaciones y emociones más profundas, este montaje le quedará como anillo al dedo.
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