Las epístolas dirigidas al hijo, reunidas en el libro Cartas a un hijo ausente del escritor y escribiente guatemalteco Julio Santizo Coronado, son una especie de llave que nos devela gradualmente el interior vacío y solitario de un padre abandonado, desencantado por una vida pasada, quizá perdida, a la cual hace constante alusión con un sentimiento de impotencia presentado con los matices más sutiles en la escala de grises que revisten la nostalgia y la melancolía. Simplemente, no puede hacer nada en el presente que le permita cambiar, tal vez enmendar, los errores del pasado. La sinceridad teñida de ternura hace que el lector se pregunte si este padre, en su aparente actitud de apatía, es tan solo una ficción; o si, por el contrario, es la voz misma del autor que expresa el dolor propio disfrazado de indiferencia, dolor que se van construyendo con retazos de recuerdos cotidianos cogidos de aquí y de allá a suerte de azar. Al fin de cuentas, esto tiene poca importancia, pues desde el momento en que el texto se yergue como una realidad poética, trabajada y labrada con la paciencia del escribiente artesano que el autor se dice ser, la creación cobra un valor y se convierte en un fin en sí mismo, en objeto de apreciación estética.
Pero en un plano distinto al de la creación literaria como forma estética, el tema o los temas adquieren una dimensión que va más allá del ámbito íntimo. Ya no solo se refiere al dolor flemático del padre producido por el abandono del hijo a causa de sus quebrantos mentales, de los cuales está muy consciente el propio autor de las cartas; es el sentimiento de unicidad, el sentimiento de isla que se va agudizando conforme se suman los años como costales pesados y los recuerdos como fugaces imágenes de lo que ya no es; es esa sensación de inercia que solo se puede sentir al arribar al otoño de la vida; es esa comprensión intuitiva de que siempre hemos estado solos, abandonados en este mundo al que fuimos arrojados. Ni siquiera nuestros seres más cercanos, más queridos y con los que nos unen lazos sagrados logran apagar ese sentimiento de abandono, esa incomprensión que nos distancia de los demás y nos vuelve lobos solitarios.
En estas epístolas desfilas temas tan diversos, como las mujeres, la escritura, la demencia, la política, la soledad, los tipos de amor, el suicidio, la humildad y la modestia, algunos sencillos, pero tratados con una profundidad capaz de despertar la admiración. Interesantes reflexiones sobre distintos aspectos de la vida hechas con mesura, pero con esa contención que impide darle libre escape al dolor y que a veces toma forma del reproche sutil, pero por eso más hiriente, hacia el hijo desconsiderado que le da, en un acto supremo de ingratitud, la espalda a su propia sangre. En este aspecto, llama especialmente la atención la carta titulada “Los perros y los gatos”, que resume la actitud poco agradecida, desde la perspectiva del mismo padre, del hijo que parte allende los mares con el auténtico derecho de seguir su propio camino. Sin duda que luego de leer este texto, el lector terminará generando empatía ante este lobo estepario, pero también se enfrentará, quizá prematuramente, al momento en que tenga que llorar esa juventud perdida, marchita, que parece escaparse de la vida como hoja seca que se deja llevar en el vendaval pesado y grave de un panteón.
Las diferencias generacionales tienen su peso. El hijo ausente, el joven, tiene todo el camino por delante para realizar esa vida que no ha sido; el padre, el viejo, solo se conforma con los recuerdos que la memoria caótica y desordenada de demente le va dando como perlas valiosas. Mientras el futuro es para los jóvenes, lo único que les corresponde a los viejos es el pasado absurdo que no pueden cambiar. Sugerente imagen la presentada en la carta titulada “La mar”, en el que el océano Atlántico se convierte en el abismo infranqueable que separa al ser humano de los demás; pero también abismo que nos separa de esa juventud perdida que representa la luz del ocaso. Es la perspectiva del hombre maduro que ve, desde la otra orilla y como atardecer melancólico, su juventud ida; Más allá del mar está el hijo joven, deseado, amado, esa prolongación del padre mismo que añora retornar al mundo que día a día se hace más huraño a él. Es como si el mundo mismo lo abandonase, como si decidiera emprender su camino sin necesidad de él. Así, de esta manera, queda expuesta la fragilidad humana al saberse imprescindible y sustituible.
Por último, y hago la aclaración porque el mismo autor es consciente de esto, una referencia clara de este libro es el texto del español Camilo José Cela titulado Mrs. Caldwell habla con su hijo. De hecho, el mismo Santizo reconoce la influencia que este texto tuvo en su escrito y cita, a manera de introducción, el fragmento de una carta de Mrs. Caldwell al inicio del libro. Yo mismo doy fe de esa influencia, pues en mis años de mocedad tuve la oportunidad de leer este libro magnífico de Cela, en el que una madre demente escribe cartas a su hijo marino que murió en un naufragio en el mar Egeo. Recuerdo, aunque puede ser que me confunda después de tantos años que leí este texto, que al final del relato, la madre es encerrada en el hospital de lunáticos. Lo cierto es que se sugiere un final semejante al padre del hijo ausente sin que llegue a hacer explícito. Al contrario, Santizo nos presenta un final más desesperanzador en el que nos damos cuenta que estas cartas jamás son ni serán respondidas. Puede que ni siquiera hayan llegado a su destinatario. Bajo esta perspectiva es significativo el posdata de la última carta:
Nota: No te olvides de escribir algún día, y responder a todas y cada una de estas cartas.
Tu padre que nunca te olvida, en verdad…
¡jamás!, y te ama con todo su corazón.
Mrs. Caldwell, por lo menos, tiene su locura y puede escapar a través de ella de la dura realidad. El padre ausente no cuenta con esta locura, por lo menos de manera explícita, para fugarse de la realidad. Al no estar completamente demente tiene, por tanto, un grado más o menos de consciencia de su situación miserable, de su abandono. Al ser consciente de su situación, la experimenta con mayor crudeza. Su peor castigo quizá sea no poder alienarse de esa realidad de abandono que vive.
Por esta, entre otras muchas razones, el hecho de que la estructura sea tan parecida con la del libro de Cela, no demerita el trabajo de Santizo. Al contrario, crea una visión actualizada del mismo tema y, a su vez, sabe llegar a profundidades insospechadas en los temas que trata. En realidad, atreverse a esto y lograrlo con tanto brillo va más allá del oficio de escribiente, como él lo dice, y lo convierte en un verdadero escritor.
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Gracias infinitas doy al profesor, escritor y actor Leo de Soulas por estas palabras que, tal como mis modestas cartas tocaron su tuétano, han tocado mi corazón. Es un placer inconmensurable saberse comprendido y, sobre todo, leído, con el interés de quien es, en verdad, un hombre sensible y dedicado al arte. Quisiera ser yo un escritor de reseñas tan bueno como algunos de mis amigos, o por lo menos de tener en estos días un corazón menos cargado de lastre, un lastre que me causa una apatía que se torna en fuga de ideas que me impide escribir cosas nuevas con ahínco, con tesón, para poder decirte cuánto me han gustado tus palabras, aunque, en verdad, creo que sin habérmelo propuesto ya lo he dicho en este breve espacio. Un abrazo, Leo De Soulas. (Julio Santizo Coronado)
Confieso públicamente que no he leído el libro de Cela citado en la magnífica reseña que Leo De Soulas efectúa para la también excelente obra de Julio Santizo. Ergo: la crítica referente a que «el hecho de que la estructura sea tan parecida con la del libro de Cela, no demerita el trabajo de Santizo» está demás y hasta suena como un demérito para Santizo.
Como siempre es conveniente separar al hombre-autor de la obra que escribe y publica, creo que no se necesita perderse en los laberintos de la psicología para tratar de adivinar si el autor está proyectando su propia vida, o se trata solo de una ficción, o más bien de reflexiones personales con base en situaciones que ha visto y/o vivido.
Lo importante es lo que plantean las cartas, de por sí interesantes una a una. Independientemente de cómo sea o haya sido la relación de los padres con sus hijos, me atrevo a decir que «Cartas para un hijo ausente» debiese ser leído por los primeros y obsequiárselo a los segundos; seguro que en más de alguna carta encontrarán palabras y sentimientos que no pueden o se atreven a expresarles, y que mejor que dárselos a leer, diciéndoles: yo también pienso así.
Con todo, la reseña que ofrece De Soulas está cargada de buenos sentimientos, notándose que no solo leyó la obra «a conciencia», sino que le inspiró para descubrir nuevos rumbos en la prosa poética de Santizo.