Cumplí cuarenta y un años el 1 de mayo en un avión que me llevó de la Ciudad de México a Oaxaca. Puse la cabeza inclinada antes del despegue y un golpe abrupto me levantó de golpe la frente. Después de unos minutos alguien dijo que una turbina había perdido fuerza. El avión debía ser revisado. Una hora después el comunicado fue preciso, contundente y directo: el avión estaba descompuesto.
En ese momento dentro de un pájaro de hierro todo parecía inverosímil, sobre todo el hecho de estar en un espacio cerrado, confiándole la vida a un sistema automático acompañado por un piloto, con personas raras y ajenas que probablemente no volvería a ver jamás. En esa cadena de pensamientos me ubiqué desprovista de miedos. En verdad estaba llena de alegría y confiaba en que el próximo avión estaría en perfecto estado.
Esto me permitió cumplir con un par de cometidos puntuales antes de partir a Oaxaca: comer chilaquiles en salsa verde en alguna terraza de Coyoacán y asistir al bazar de los sábados en San Ángel. Tenía parte de mi itinerario listo y algo me hacía recordar que la seguridad de los aviones era mayor incluso que la de los vehículos terrestres de cuatro ruedas.
Algo tiene México en sus entrañas que me hizo sentir en casa desde la primera vez que fui; como una casa dispuesta a abrir sus brazos. Estando allí me sobrevino una plenitud que sobrepasó mis propias expectativas y de paso me hizo recordar que estaba escribiendo una novela que se ambientaba en alguna parte, justo ahí en México, ese paraíso gastronómico.
Si cierro mis ojos me montaría mil veces de nuevo en un avión para volver y: nopales, mezcal, gomichelas, libros, tapetes, alebrijes, soles, lunas, bailes, pinturas, cerámicas, nieves de diferentes sabores, amores, tacos, telares de cintura. Infinito el universo mágico detrás de cada lugar mágico, pero sobre todo el apasionante mundo de los mercados: el mercado de Coyoacán, donde perderse es encontrarse y mis ojos ávidos de historias buscaban desesperados un solo punto instantáneo y eterno al que aferrarse.
Entonces caminé embelesada y llegué al bazar de los sábados en San Ángel y me encontré a una pintora mexicana con sus obras, Laurencia Evans. Y cuando me enamoré de una de sus pinturas recordé a Rembrandt —y se lo dije— y hablamos en el mismo idioma. Y en esos ojos de Laurencia veo por qué llevo a México en mis entrañas.
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